La reina Hatshepsut en vida (con la barba ritual). |
Hatshepsut 3.500 años después |
Seguramente ya en el mismo
Paleolítico las mujeres se quedaban cerca del campamento o de la gruta,
haciéndose cargo de los pequeños y recolectando comida mientras los hombres
iban de caza. Y esta distribución de tareas según el sexo se ha venido
manteniendo casi hasta antesdeayer; así pues, durante los aproximadamente 5.300
años que han transcurrido desde que unos sacerdotes sumerios ‘inventaron’ la
escritura, apenas hay referencias de mujeres con verdadero poder, señoras con
el carácter y la personalidad suficiente para enfrentarse a los más poderosos
de su tiempo, a reclamar un trono y a llevar la vida que desearon sin atender a
lo que conviniera, lo que dictara la sociedad o lo que sus maridos les
impusieran. Entre estas mujeres de armas tomar hay que destacar a la
reina-faraón Hatshepsut, a la gran Leonor de Aquitania y a la emblemática
Isabel de Castilla.
Estatua de Leonor de Aquitania en su tumba de la iglesia de Fontevraud, Francia |
Hatsehpsut (Dinastía XVIII, Reino
Nuevo; murió hacia 1460 ó 1480 antes de
Cristo con entre 50 y 60 años) fue nieta, hija y esposa de faraones. Hija de
Amenofis I, se casó con su hermanastro Amenofis II, pues el faraón debía
legitimar su poder contrayendo matrimonio con una hija de faraón (estos
matrimonios rituales fueron muy abundantes en el Egipto faraónico); pero en
realidad la que tenía más derechos era ella, pues él era hijo de Amenofis I y
una esposa secundaria, así que muy a su pesar hubo de resignarse a ser reina
consorte y esperar su momento. Éste llegó pronto, pues se quedó viuda
rápidamente, de modo que se casó con un hermanastro de su marido, el futuro
gran conquistador Tutmosis III, que era menor, así que ella se hizo con una
regencia de ‘sólo’ 22 años. En este tiempo, Hatshepsut tomó todos los títulos
faraónicos (incluyendo Señor del Alto y Bajo Egipto) excepto el de
Todopoderoso, y casi siempre masculinizando su nombre y utilizando la barba
ritual y el resto de símbolos reales. Claro que para hacerse con la corona (la
doble corona) hubo de sobornar a los sacerdotes más poderosos, maniobrar con
gran habilidad y rodearse de personajes de gran talla, como el arquitecto
Senmut (seguro que también su amante) o el gran sacerdote Hapuseneb; es decir,
ella estaba convencida de tener todos los derechos reales, así que intrigó e hizo
lo que creyó necesario para alcanzar ‘su’ trono. Durante su reinado apenas hubo
guerras y sí una enorme actividad constructora (siendo su amante arquitecto…).
Se recuerda su viaje al Punt (probablemente la actual Somalia), mostrando una
gran curiosidad por su flora y fauna, tan bien reproducida por sus artistas.
Hatshepsut debió poseer una personalidad de hierro para sujetar las ansias del
belicoso Tutmosis III, quien al llegar al poder trató de borrar la memoria de
la faraona y emprendió una interminable guerra de conquista. Makhare Hatshepsut
está considerada como la primera gran mujer de la Historia.
Isabel de Castilla según Antonio del Rincón |
Leonor de Aquitania (1122-1204)
tenía 13 ó 15 años cuando se casó con el rey Luis VII de Francia (curiosamente
las posesiones que ella heredó eran mayores que las del mismo rey); éste tenía
16 y nada más verla quedó como hechizado por la belleza y “por los vivos encantos
corporales con que Leonor estaba agraciada”, según las crónicas. Viajó con su
marido a la Segunda Cruzada, unos autores dicen que por empeño de ella y otros
porque él no quería dejarla sola. Pero el desparpajo y la gracia de Leonor
despertaron celos en Luis y, además, sólo pudo concebir dos niñas en 15 años de
matrimonio. Finalmente se divorciaron (eran parientes en cuarto grado) y apenas
un par de meses después se casó con Enrique II Plantagenet, con quien tuvo ocho
hijos (quedó claro que quien fallaba era Luis, no Leonor), entre ellos Ricardo
Corazón de León y Juan Sin Tierra. Alegre, vital y sin miedo a las convenciones
de su tiempo, fue vista desfavorablemente por sus contemporáneos, que la
tachaban de libertina (siempre hizo con su cuerpo lo que deseó), de mostrar moral
laxa y escasa observación de los preceptos religiosos, de haber pedido y
conseguido el divorcio, de haber enfrentado a sus hijos (Ricardo y Juan) contra
un marido brutal que rara vez estaba en casa, de “tener conducta imprudente (…)
que se burla de la dignidad real, de la ley del matrimonio y del lecho
conyugal” según textos de su época; curiosamente rechazó de modo muy sonoro a
otros reyes y príncipes que a punto estuvieron de hacerla suya por la fuerza.
Su marido, Enrique Plantagenet, la encerró desde 1177 hasta 1189. Apoyó a
Ricardo como rey y, a su muerte, hizo lo posible por llevar a Juan al trono de
Inglaterra, y mientras el primero estaba en las cruzadas, ella asumió el poder
de los extensos territorios familiares. Inquieta y siempre dispuesta, viajó por
sus dominios e incluso ya cerca de su muerte vino a España a buscar esposa para
Luis VIII de Francia (la agraciada fue su nieta Blanca de Castilla). Mecenas de
trovadores (su abuelo Guillermo IX lo había sido) y de escritores, siempre
manifestó una verdadera pasión por el arte y la cultura. Es asombroso que en la
Plena Edad Media una mujer obtuviera tanto poder, manejara a los hombres casi a
su antojo, se enredara con quien quisiera manteniendo el misterio, llevara la
vida que ella misma eligió y, en fin, fuera casi siempre dueña de sí misma y de
sus actos. Sin duda fue otra mujer de personalidad arrolladora, de temperamento
firme y decidido que superó todos los obstáculos que la vida le puso para ser
siempre Leonor de Aquitania, no la esposa, hija y madre de.
Isabel de Castilla (1451-1504)
llamó la atención, en principio, por su “prudencia y virtud” y por ser una
lectora empedernida. Con apenas 13 años la quisieron casar con Alfonso V de
Portugal, pero ella dijo que no debido a la diferencia de edad (también rechazó
al hermano de Luis IX de Francia). Finalmente, en 1469, se casó con Fernando de
Aragón (que llegó disfrazado de mozo de mula, pues en aquellos tiempos
cualquier pretendiente a trono podía ser apuñalado por un rival), con quien
estaba prometida desde los tres años. De fuerte carácter, Isabel se enfrentó a
una masa vociferante y amenazadora tras cabalgar 60 kilómetros preocupada por la suerte de su
hija, que era la protegida del alcalde de Segovia; escuchó y habló a los amotinados
y finalmente todo el mundo volvió tranquilamente a sus casas. Como es sabido,
su empeño y determinación fueron imprescindibles para que la empresa de Colón
llegara a su fin, pues Isabel estaba convencida de las enormes posibilidades
del proyecto, así que desoyó a los muchos que pensaban que esa aventura era una
sandez. Pero tal vez sea el codicilo de su testamento (un anexo) en el que se
refiere a los indios de América donde queda patente su grandeza; se trata de
una visión muy adelantada a su tiempo, una forma de pensar que hoy se da por
supuesta pero que era absolutamente inusual en torno al año 1.500; en éste dice
textualmente: “… y encargo y mando a
la dicha princesa, mi hija, y al dicho príncipe, su marido, que así lo hagan y
cumplan, y que este sea su principal fin, y que en ello pongan mucha diligencia, y no
consientan ni den lugar que los indios, vecinos y moradores de las dichas
Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus
personas ni bienes, más manden que sean bien y justamente tratados, y si algún
agravio han recibido lo remedien y provean por manera que no se exceda
en cosa alguna lo que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es
inyungido y mandado”. O sea, Isabel pide para los indios lo mismo que para los
castellanos, adelantando un concepto que tardará siglos en ser promulgado.
CARLOS DEL RIEGO
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