El que fuera gran actor británico Peter O´Toole dijo acertadamente, Puede haber honor entre los ladrones, pero nunca entre los políticos
Los políticos se han convertido en el
cáncer de la democracia, y los partidos en sus metástasis. Puede parecer una
afirmación excesiva, pero existen sólidos argumentos que la sustentan
Tal vez en otro tiempo hubo políticos
honrados que realmente procuraban el bien común, pero en la actualidad,
independientemente del color de cada partido, el profesional de la política ha
devenido en una dolencia incurable para la estructura de la democracia. Y tal
cosa sucede en cualquier país democrático (claro que es mejor vivir con un
tumor que ser envenenado por una dictadura).
Aunque se haya repetido mil veces,
siempre es oportuno recordar lo que una mente clarividente dijo una vez: “Los
políticos son como los pañales, al poco de puestos ya están sucios, y por tanto
hay que cambiarlos con mucha frecuencia”. Y aquí está la clave: la permanencia
en política. La experiencia, lo que se ve prácticamente a diario, es que en
unos pocos años de actividad política el político se olvida (si es que alguna
vez lo tuvo presente) del bien de los ciudadanos, y vierte todas sus fuerzas,
pensamientos, ideas, tiempo, actividad… en la política, quedando lo demás en
muy segundo plano. En otras palabras, hay que ser muy ingenuo, tonto o fanático
para creer en el político, puesto que a éste lo único que le importa es la
política, o sea, el poder, conservarlo o conquistarlo. Así, el mandatario que
vive a expensas de la población sólo pensará en cosas de partido: cómo esconder
este escándalo y cómo magnificar el del rival, con quiénes nos asociamos para
alcanzar el poder, qué les ofrecemos y qué puestos nos quedamos, cómo hago para
ascender y conseguir mejores cargos, qué tipo de campaña propagandística será
la mejor y de dónde sacamos dinero para pagarla…, pero ni un solo segundo
perderán en idear soluciones que mejoren la vida del ciudadano.
Por otro lado, resulta verdaderamente
irritante, hiriente, comprobar cómo hay elementos que permanecen en política
(comiendo la sopa boba) desde los veinte hasta los setenta, pasando de un
nombramiento a otro, de un destino a otro, de una dirección o secretaría a
otra. Sería infinitamente más democrático que fueran muchos los ciudadanos que
entraran a la labor política durante un tiempo, y no que unos cuantos acaparen
la mayoría de los puestos, cargos y poltronas durante décadas y décadas. Pero
claro, se vive muy bien siempre ahí arriba, buenos sueldos (y otros ingresos),
atención mediática, machacas a los que mandar…, en fin, poder. Y para conseguir
el poder la mayoría están dispuestos a todo, a traicionar, a vender a quien
sea. Es absolutamente innegable que el poder corrompe, y cuanto más se tiene
más corrupto se es.
No será necesario recordar que todas
las guerras las provocan y las declaran los políticos (aunque no se sabe que
ninguno pereciera en el frente), como tampoco que las mayores masacres,
degollinas, genocidios y hecatombes han sido perpetradas invariablemente por
políticos.
Pero con las cosas como están no
parece posible que el político renuncie a todos los beneficios de su odiosa
ocupación. Por eso, los políticos son como un tumor que crece y se ensancha a
costa de la sociedad, a la que van exprimiendo, manipulando, engañando,
parasitando y sembrando cizaña.
Por todo, la democracia pierde gran
parte de su esencia, de su legitimidad cuando la persona se enquista toda su
vida en ese ámbito habitado por trepas parásitos e indignos. Y los medios
tienen su parte de culpa, puesto que hablan de ellos con enorme respeto, como
si fueran personas honestas. Todo sería distinto si quien entra la actividad
política fuera una persona que, al cabo de seis u ocho años, volviera a su
trabajo, a su verdadero trabajo; no tendría que pensar cómo permanecer o cómo
conquistar el poder, no tendría que mirar y especular con las próximas
elecciones, puesto que tendría siempre presente la fecha en la que termina su
tarea pública. Y se dedicaría a lo que debe.
Los partidos políticos, por su parte,
no son más que máquinas pensadas para ganar elecciones, para colocar a todos
sus cabecillas y para hacer constante, sectaria y agobiante propaganda. Las
empresas tienen como único objetivo ganar dinero, y del mismo modo los
partidos, que sin el menor freno moral hacen lo que sea para ganar las elecciones,
acaparar poder, maniobrar para perpetuarse el mando. Y cuanta más autoridad
mejor, pues habrá más recursos para seguir y seguir. Lógicamente, el partido
político también utiliza la división y el enfrentamiento entre los ciudadanos,
siembra la cizaña, separa a ellos de nosotros y, como consecuencia, se quiebra
la convivencia hasta que la inquina se enquista en la población como un cáncer,
como indeseables metástasis. El partido político, en fin, es partidista, y al
igual que las empresas sólo piensa en sí mismo y en los suyos, en sus propios
intereses, en lo mejor para el partido, nunca jamás en lo mejor para la
sociedad, la cual, desgraciadamente, es la que lo mantiene y subvenciona.
El tumor maligno de la democracia es
la figura del político vitalicio (fanático dispuesto a traicionar a la sociedad
y a sus convicciones por el bien del partido), y las metástasis que corroen al
común son los partidos.
CARLOS DEL RIEGO
No hay comentarios:
Publicar un comentario