jueves, 12 de noviembre de 2020

LOS AMNISTIADOS QUE FUERON FUSILADOS EN LA GUERRA CIVIL. EL TESTIMONIO DE UN ‘FUSILADO’

 


El odio procedente de una y otra ideología es idéntico

La Guerra Civil Española siempre es tema de debates, polémicas y acaloradas discusiones. Y sobre ella se han escrito montañas de publicaciones, libros, memorias, entrevistas, testimonios, opiniones… Pudiera parecer que todo está dicho y publicado, y sin embargo aun hay episodios muy poco conocidos. En el verano de 1938 el Gobierno de Negrín concedió una amnistía a todos los presos desafectos al régimen republicano a cambio de que se enrolaran en su ejército. La mayoría de los que aceptaron fueron luego fusilados

A mediados de abril de 1938 la zona controlada por la República quedó partida en dos, situación que muchos vieron como la señal definitiva de que la guerra estaba perdida. Otros, sin embargo, pensaban que aun había posibilidades de derrotar a Franco. Entre estos estaba el Presidente del Gobierno, Juan Negrín, quien en el verano de aquel año tomó la decisión de amnistiar a los presos políticos a cambio de que se enrolaran en su maltrecho ejército. Pero sólo unos meses después, a finales del 38, los que mandaban las diversas divisiones y ejércitos, comprendiendo que ya no había nada que hacer, empezaron a fusilar a aquellos amnistiados que habían salido de la cárcel o esquivado momentáneamente el paredón a cambio de ir al frente a defender a la República . No hay constancia de si los fusilamientos fueron iniciativa de oficiales y comisarios políticos (para entonces quienes tenían la sartén por el mango eran los comunistas) o si era una orden del gobierno, pero sí está probado que el Ministerio de Defensa estaba al tanto.  

En el número 97 de la revista ‘Historia y Vida’, año 1976, narró su experiencia uno de aquellos amnistiados que iba a ser fusilado, pero que contra toda lógica salvó la vida en un lance asombroso y afortunado. Se llamaba Marco Aurelio Saleta Nogueroles y estaba incorporado a la XII Brigada Internacional de la 45 División, que pasó a llamarse Brigada Mixta al irse los brigadistas extranjeros.

Como ha ocurrido muchas veces en cualquier guerra, el que la ve perdida suele descargar su rabia y frustración sobre el que tiene más cerca. Así, cuando la Batalla del Ebro estaba decida, muchos mandos y comisarios políticos ordenaron fusilar a los que estaban en las listas marcados con una A en rojo. Cuenta Nogueroles que ya venían notando que cada día había menos ‘amnistiados’, pero pensaron que habrían sido heridos y evacuados, o muertos, o que se habrían ‘pasao’. A las doce de la noche del 8 de noviembre de 1938, Nogueroles (que ese día había combatido cerca de la Sierra de Cavalls), terminó su guardia, avisó a su relevo y se acostó. Pero unos minutos después lo despertaron y le dijeron que recogiera sus cosas y se presentara ante la superioridad. El capitán le dice que entregue sus armas y municiones, porque ha sido destinado a un puesto de escribiente. Él se siente afortunado, aunque vio a otro soldado desarmado y con muy mala cara que lo miraba como “si quisiera decirme algo”… El comisario político y tres veteranos comunistas escoltan a los dos soldados ‘amnistiados’ a su nuevo destino.        

De repente, en medio de monte, el comisario se detiene y les grita: “Vais a ser fusilados por fascistas”, mientras sus tres ayudantes los encañonan. Aterrorizados, los desdichados apenas balbucean. Nogueroles piensa en su madre y en que sólo tiene 17 años. Entonces el comisario (con estrella roja en la gorra) les quita sus pertenencias: reloj, cartera, mechero, ropa…, hasta que quedaron en pantalón y camisa, momento en que Nogueroles le grita “¿Por qué va a matarme si no he hecho nada?” El de la gorra con estrella le hunde la pistola en el estómago “apretando los labios con odio, como recreándose en nuestro suplicio”. En el acto se separó y ordenó ¡fuego! al pelotón compuesto por sus tres ‘ayudantes’. Dispararon. Su compañero de infortunio cayó, pero él oyó silbar las balas sin sentir dolor. Era de noche y fallaron.

Nogueroles echó a correr desesperadamente mientras oía al comisario llamando de todo a los ejecutores. Acto seguido empezó la persecución sin que cesaran los tiros. El huido vio un barranco, “casi un precipicio”, y sin dudar se tiró rodando. Paró en las aguas de un riachuelo mucho más abajo. Lógicamente, los perseguidores no se atrevieron a seguirle por el mismo camino, pero sí por el borde del barranco, desde donde disparaban sin verlo; escuchó al comisario ordenar lanzar granadas… Sin dejar de correr (a pesar de tener una rodilla hinchada) pasó al lado de unos muleros, uno de los cuales lo agarró de la camisa, pero le soltó cuando el fugitivo le gritó que iban a fusilarlo y  “ver la expresión de terror y súplica en mi rostro”. El comisario chilló que lo cogieran, pero los muleros lo dejaron ir.

Corrió y corrió por el riachuelo a pesar del dolor de su maltrecha rodilla. Luego, al dejar de oír las voces del comisario, se atrevió a salir del agua y tiró por una carretera (de Mora a Gandesa). De repente oyó pisadas. Se detuvo y se escondió conteniendo la respiración. Eran dos soldados de patrulla, con fusiles rusos (“con sus negras bayonetas”), que pasaron a dos metros sin verlo. Reemprendió la marcha arrastrando la pierna, mirando hacia atrás y escuchando. Nada. Siguió. Pensó en la suerte que había tenido y en su pobre compañero cayendo con las manos en el vientre.

Por fin topó con el enemigo de quienes lo habían amnistiado y luego fusilado. Le dieron de comer y, seguro, escucharon su aventura con la boca abierta.  

Marco Aurelio Saleta Nogueroles figura como fusilado “por traición a la República y por intento de pasarse al enemigo” en un oficio del Ministerio de Defensa Nacional, Subsecretaría del Ejército de Tierra, Negociado de Bajas, de 19 de diciembre de 1938, firmado por Vicente Rojo, Jefe del Estado Mayor del Ejército Popular de la República. El ‘fusilado’ guardó siempre este documento que prueba que los comisarios y mandos no obraron por su cuenta.

Todos los bandos en todas las guerras han cometido las mayores atrocidades, puesto que el odio siempre es el mismo.

CARLOS DEL RIEGO

 

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