El sevillano Gonzalo Guerrero se convirtió en indio (conservó sólo la barba) y combatió duramente a los expedicionarios españoles. |
Por diversos motivos, unos pocos
españoles que tomaron parte en la conquista de América se integraron en alguna
de las muchas culturas con las que se iban topando en aquellas expediciones por
el Nuevo Mundo. Seguro que hay más, pero la historia de tres de ellos resulta
verdaderamente novelesca; uno se transformó en jefe guerrero, otro vivió como
esclavo apaleado y otro más se fugó con una india y desapareció…
No son abundantes los españoles que
desembarcaron en América y terminaron integrados en algunas de las tribus que
allí vivían, algo lógico, ya que en el siglo XVI el concepto de ‘cristiano
viejo’ estaba tan arraigado que otras opciones ni siquiera se consideraban.
Pero sí se tiene conocimiento de dos casos que tuvieron trascendencia histórica
y otro más que, sin mayores consecuencias, posee un matiz romántico. En todo
caso, los tres episodios tienen trama de sobra para ser novelados.
Uno de los primeros europeos que puso
sus pies en México, concretamente en la península de Yucatán, fue el andaluz
Gonzalo Guerrero. En 1511 iba desde lo que hoy es Panamá hacia La Española,
pero un huracán caribeño hizo naufragar el barco; se salvaron docena y media y
consiguieron llegar a la costa ocho; los indios mataron a todos menos a dos,
Jerónimo Aguilar y Gonzalo Guerrero. Cuando ocho años más tarde Cortés llega a
la isla Cozumel (al lado de Yucatán) se entera de que hay dos españoles
cautivos, así que envía a buscarlos. Aguilar vuelve encantado (a cambio de
rescate), pero Guerrero decide quedarse, y cuando aquel de pregunta por qué
responde que no sólo está casado y tiene hijos mestizos (¿los primeros?), sino
que tiene el cuerpo lleno de tatuajes y, entre otras prácticas rituales, se ha
perforado las orejas y el labio inferior…, en fin, más o menos le dice que cómo
se va a presentar así en su pueblo de Huelva. Los dos, Aguilar y Guerrero,
habían sido esclavos y gracias a sus habilidades para el trabajo habían
conservado la vida. Al parecer, Guerrero se comportó siempre de modo muy
sumiso, cayendo bien a los caciques; en cierta ocasión salvó la vida de uno de
ellos, el cual le dio la libertad y, con el tiempo, se casó con la hija de otro
cacique. Tuvo varios hijos a los que educó según la tradición maya (se dice que
llegó a ofrecer una hija para el sacrificio, pero no hay pruebas de ello) y,
llegado el momento, combatió muchas veces contra los españoles como capitán de
guerreros. Murió en batalla en 1536, tras recibir un tiro de arcabuz.
Si Gonzalo Guerrero renunció a su
‘nacionalidad’ de buen grado, Juan Ortiz fue cruelmente obligado. Este
sevillano había participado (jovencísimo, 18 años) en la desastrosa expedición
de Pánfilo de Narváez (el más inútil de los descubridores) a Florida en 1528.
Capturado por los indios junto a otros compañeros, vio como éstos eran martirizados,
ensartados por las flechas, quemados a fuego lento (el cacique quería ‘darles
tiempo’ para sufrir) y muertos entre insufribles dolores. Aterrado esperaba la
misma suerte, sobre todo cuando lo llevaron al lugar del martirio, donde vio
los trozos de sus compañeros; pero cuando los indios estaban en plena faena, la
esposa y la hija del cacique Hirrihigua le rogaron que lo perdonara (al
parecer, seducidas por su juventud y buena planta). Le perdonó la vida, pero
ésta no iba a ser fácil para Ortiz: iba desnudo y era azotado continuamente, no
le dejaban dormir y comía lo que encentraba; una vez le obligaron a correr bajo
amenaza de muerte si paraba, así que corrió hasta caer extenuado; otra a
vigilar el cementerio, por donde pululaban los carroñeros, de modo que él mismo
estuvo a punto de convertirse en comida, así que se vio obligado a volver con
sus ‘anfitriones’. El cacique parece que se divertía mucho asando a la gente,
así que lo dispuso todo para ‘calentar’ al pobre Ortiz, que se salvó nuevamente
por las súplicas de la hija del jefe indio, quien de todos modos planeaba
liquidarlo cuanto antes; esa muchacha india (que merece ser recordada) volvió a
jugársela por el sevillano, consiguiendo llevarlo a otra tribu, donde se
integra hasta parecer un indio más.
Casi dos años de tormento había pasado
Ortiz, y otro tanto para convertirse totalmente en indio. Unos diez o doce años
después, Hernando de Soto encabezaba otra expedición por esas regiones de
Norteamérica cuando la avanzadilla ve a un indio todo tatuado pero con barba
que se les acerca gritando “¡Sevilla, Sevilla! Señores, por Dios y Santa María
no me matéis, que soy cristiano como vosotros, soy de Sevilla y me llano Juan
Ortiz”. La sorpresa que debieron llevarse los soldados debió dejarlos con la
boca abierta. Una vez recuperado y tras contarles sus desventuras, de Soto comprendió
que Ortiz le iba a ser muy útil, pues en esos años que había pasado con
diferentes tribus había aprendido varias lenguas, con lo de Soto podría
comunicarse con muchos caciques. También entendieron por qué años antes en Cuba,
un indio traído de Florida les repetía una y otra vez “Orotiz, Orotiz”. El
desdichado Juan Ortiz murió en 1541 (seguro que de fiebres tropicales, igual
que de Soto) en el largo camino que les llevó por Georgia, las Carolinas,
Tennessee, Alabama, Arkansas, Texas… El pobre jamás volvió a su amada Sevilla.
Mucho menos se sabe de un tal Francisco
de Guzmán que, al parecer, era hijo extramatrimonial de un hidalgo de Sevilla.
Poco después de la muerte de Hernando de Soto (1542), la expedición llega hasta
Texas, pero deciden regresar hacia el río Mississippi, siendo continuamente
atacados por los indios y acosados por el hambre. En esas circunstancias
sobrevive un soldado llamado Francisco de Guzmán, que ‘posee’ una india de la
que está perdidamente enamorado; pero también está devorado por el juego y una
noche se juega a su india a los dados y la pierde; el ganador le exigiría que
al día siguiente le llevara a la muchacha, pero esa misma noche, el hijo ilegítimo
del hidalgo sevillano deserta, se fuga con su amada, desaparece para siempre y
nunca más se supo de él. Es de suponer que se integraría en alguna de las
tribus de aquellas tierras y que rehuiría cualquier acercamiento a
destacamentos españoles, pues la pena para el desertor era… Renunció a todo por
amor.
Podría añadirse a Cabeza de Vaca, pero
su historia es mucho más larga.
CARLOS DEL RIEGO
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