Además de los hechos trascendentales, en la exploración del mundo hubo mucha pequeñas historias. |
Las aventuras que protagonizaron los
exploradores españoles por todo el mundo a lo largo de (sobre todo) los siglos
XVI al XVIII sirvieron, entre otras cosas, para demostrar empíricamente cómo es
la Tierra y cómo están dispuestas las tierras y mares que la conforman. En el
presente año 2019 se van a celebrar los quinientos años de algunos de aquellos
episodios. Momento oportuno para recordar pequeños incidentes, situaciones
divertidas y circunstancias chocantes de aquellos inciertos y peligrosos
viajes.
Mucho han hablado los cronistas de
Indias sobre el perro que perdió una expedición española durante una
exploración y que esperó un año a que volvieran los barcos. El can era un
lebrel (una ‘lebrela’ dicen los testigos e historiadores) que desembarcó en una
isla junto a los exploradores. Unos autores dicen que el hecho se produjo
durante la expedición de Hernández de Córdoba (1517) y otros que el perro iba
con la de Grijalva (1518). El caso es que, nada más poner pata a tierra, el lebrel
salió disparado hacia el interior de la isla, donde abundaba la caza menor.
Llegado el momento de partir, el barco no esperó al can, ya fuera porque
tardaba o porque la marea era propicia o, simplemente, porque nadie reparó en
que el animal no estaba; en todo caso, se quedó en tierra. En 1519 un navío de la
flota de Cortés se apartó y se vio obligado a protegerse en esa isla. Cuentan
los cronistas (incluido el propio Hernán Cortés), que desde el mar vieron a la
perra que, al borde del agua, saltaba, agitaba la cola enloquecida, ladraba sin
parar y mostraba gran contento al ver el barco. Al bajar a tierra, la
‘lebrela’, que estaba “gorda y lucida”, se les ponía de pie y les hacía mil
carantoñas y, por supuesto, no se separó de ellos y con ellos embarcó. Había
estado uno, quizá dos años esperando a que volvieran a recogerla y, seguro, se
habría pasado horas y horas en la playa oteando el mar esperando ver un barco.
La anécdota la narran muchos autores (incluso siglos después), unos con más
adorno y otros más escuetamente, pero nadie señala cómo se llamaba aquella fiel
‘lebrela’ que esperó y esperó hasta que volvieron por ella. Es la ‘lebrela de
Términos’.
De los indios se han contado también,
más allá de batallas y sucesos de gran trascendencia, infinidad de curiosidades
que llamaron la atención de quienes las presenciaron. Por ejemplo, les
sorprendió cómo los indígenas comprendieron pronto la importancia de los
documentos escritos. Cuenta Bernal Díaz del Castillo (en su Verdadera
Historia…, capítulo 141) cómo habitantes de pueblos sometidos por los aztecas
pidieron a Cortés que los protegiera contra éstos; el conquistador se lo
prometió, pero no contentos con ello, le rogaron que les diera cartas que
acreditaran la alianza para mostrárselas a los mexicanos. Lógicamente no sabían
leer ni, por tanto, entendían lo escrito en los papeles, pero al ver que entre
los españoles se tenían muy en cuenta los documentos escritos, ellos los
pidieron para enseñarlos a los pueblos vecinos, ya fueran amigos o enemigos; y
se sabe que, al verlas, muchos se pusieron de su parte para luchar contra los
aztecas. Por otro lado, cuando tras una batalla los españoles se curaban las
heridas, un tal Juan Catalán iba de herido en herido santiguando y ensalmando
cada herida, cada tajo, de modo que al verlo, los aliados tlaxcaltecas se
pusieron en cola para que Catalán les santiguara y bendijera sus heridas, “y
eran tantos que en todo el día tenía harto que curar” (Bernal, capítulo 151).
Después de la costumbre de sacrificar y
de comerse a los vencidos, una de las prácticas que más sorprendió y horrorizó
a los primeros europeos en América fue la práctica de la sodomía, muy común y
extendida. En el capítulo 159 de dicha obra se refiere a los habitantes del
Pánuco: “… no hay gente más sucia y mala en toda La Nueva España (…) todos eran
sométicos y se embudaban por partes traseras”. El que fuera explorador y luego
gobernador Nuño de Guzmán (uno de los más crueles, sanguinarios, codiciosos y
perversos conquistadores) contó, y así lo reproduce Bernal (capítulo 218), que
en las zonas cálidas de costa se veían “muchachos en hábito de mujeres” (…)
todos sométicos (…). Tenían eccesos
carnales hijos con madres y hermanos con hermanas y tíos con sobrinas”, y a
continuación explica: “se embudaban por el sieso (ano) con unos cañutos y se
henchían los vientres con vino del que entre ellos se hacía”… (Uf). Y otra
anécdota de tipo sexual; cuando Moctezuma estaba preso en sus palacios, con el
tiempo la vigilancia se fue relajando; para dormir se le ponía un único guardia,
pero en una ocasión el rey azteca pidió a Cortés que se lo cambiara, puesto que
ese en concreto se pasaba la noche dándole “a sus naturas” y claro, le
resultaba incómodo escuchar tanta actividad solitaria.
Lejos de América también se produjeron
otras sorprendentes situaciones. Así, cuando en septiembre de 1526 uno de los
barcos de la expedición de Jofre de Loaisa arribó a la isla de Guam (en las
Marianas, al sur de Japón), vieron una flota de canoas llenas de nativos
desnudos que se les acercaban rápidamente. Entonces, uno de ellos se puso de
pie y, en perfecto castellano con acento gallego, dijo algo así como “Buenos
días señor capitán y la buena compañía”. Los marineros debieron quedar
boquiabiertos, asombrados, pasmados. Hasta que el hombre empezó a contar su
odisea; se llamaba Gonzalo de Vigo y tripulaba la nave ‘Trinidad’ de la flota
de Magallanes que, averiada cerca de Filipinas en 1521, pretendía volver a
América, pero las tempestades y la falta de alimento les llevó a las Marianas;
allí, el marinero gallego desertó junto con otros dos, los nativos mataron a
los otros pero él se salvó y convivió con ellos cinco años. Como ya dominaba
las lenguas de las islas, rápidamente le fue perdonado su delito y pasó a
formar parte de la expedición.
¡Cuántas anécdotas sorprendentes,
cuántos sucesos increíbles podrían contar quienes protagonizaron aquellas
fabulosas aventuras!
CARLOS DEL RIEGO
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