Los sacrificios humanos asombraron y aterrorizaron a los españoles que desembarcaron en Yucatán en 1517. |
Para empezar, hay que recordar que
hasta esos momentos los indígenas desconocían su continente, tanto que ni
siquiera le habían puesto nombre. En febrero de 1517 partió de Cuba una
expedición de tres barcos y unos ciento diez hombres (entre ellos Bernal Díaz
del Castillo, que dejó constancia escrita y de primera mano de todo lo ocurrido)
al mando del hidalgo Francisco Hernández de Córdoba. Dicho así parece poca
cosa: ir de Cuba a México. Sin embargo, no se tendrá idea aproximada de lo que
aquello significó si uno no se pone en aquella situación, en aquel momento, en
aquel lugar del que se desconocía absolutamente todo; hay que imaginarse a los
exploradores lanzados a lo desconocido, sin saber de arrecifes, bajíos, bancos
de arena, corrientes… y carentes de todo lo que hoy se da por hecho. Nadie había
ido nunca y se sabía menos de esa tierra que de la luna cuando alunizaron.
Al acercarse a la costa se acercan
indios en canoas, los cuales indican por señas que no traen malas intenciones e
invitan a los recién llegados a su pueblo. Desembarcan recelosos, acongojados
por una ruidosa multitud con penachos, caras pintadas, pelo tieso, gritos,
‘atambores y bocinas’. Imagínese el momento: todo es desconocido y amenazador,
estás rodeado por miles que chillan desaforadamente y te miran con ferocidad.
El cacique empieza a gritar y aparecen “unos escuadrones de indios de guerra
que tenía en celada para nos matar”, los cuales atacan con gran estruendo, pero
los españoles los hacen retroceder. Inspeccionan el pueblo y ven por primera
vez los adoratorios, los ‘cúes’, las pirámides de sacrificio, lo cual debió aterrorizarlos.
Esa noche hablan de ello: alguno cuenta historias de hombres sacrificados, con
el corazón arrancado en vida, cuerpos descuartizados, canibalismo… Si existe
alguna razón que justifique tenerlos de corbata, aquellos tipos la tenían.
Regresan a los barcos y siguen
costeando. Acuciados por la escasez de agua (sus depósitos y cubas perdían
continuamente) ven un pueblo grande; nuevamente los caciques les hacen gestos de
paz, desembarcan y entran en el poblachón, les vuelven a enseñar los
adoratorios, donde ven los restos de los indios que ese mismo día habían
sacrificado, y a los sacerdotes, con su melena larguísima y apelmazada con
sangre seca; el hedor a putrefacción tenía que ser... Con un miedo atroz en el
cuerpo, los aventureros se preparan para lo peor, pero los indios se limitan a
decirles que en cuanto se apague un fuego que acaban de prender, los matarán si
no se han ido. Cogieron el agua y salieron de allí a toda prisa. Pero el
líquido elemento duró poco.
Continúan bordeando la costa y un par
de semanas después ven otro pueblo y, cerca, un río o arroyo. Echan los botes y
mientras toman el agua observan que muchos guerreros se concentran con
intenciones poco amistosas, tantos que piensan que si se vuelven con el agua
serán atacados y desbaratados, así que prefieren atrincherarse y pasar allí la
noche. Ruidos extraños, inquietante bullicio de concentración de indios en la
oscuridad, calor sofocante, altísima humedad, corazas y cascos siempre puestos,
nubes de mosquitos, miedo, mucho miedo…, seguro que a ninguno le entró el sueño
esa noche. Al amanecer ven que habían llegado muchos más y que los han rodeado.
Sin mediar palabra, flechas y todo tipo de proyectiles y, poco después, combate
cuerpo a cuerpo, donde los españoles hacen uso de su destreza con la espada; se
retiran pero siguen desde la distancia con flechas, piedras y lanzas, mientras
los soldados tiraban con sus 15 ballestas y 10 escopetas (arcabuces que podían
hacer 2 ó 3 tiros por minuto si la pólvora no estaba húmeda). La situación se vuelve
desesperada: muchos muertos y casi todos heridos, incluyendo el capitán
Hernández de Córdoba, que recibió hasta diez flechazos, y el narrador, tres;
viendo que de seguir así acabarían con ellos en poco tiempo, piensan que lo
mejor es arremeter, pues se saben más eficaces en la distancia corta. Así lo hacen
y, con muchas bajas, logran alcanzar la costa donde están los botes, aunque con
la confusión y los indios persiguiendo, algunos vuelcan: más bajas. Ya en los
barcos, recuento: cincuenta muertos, incluyendo dos que fueron capturados y
que, seguro, morirán sacrificados, a los que hay que sumar otros que fallecerán
a causa de las heridas; y casi todos heridos, de modo que no hay gente sana
para manejar los tres barcos, así que prenden fuego a uno. Y a todo esto, una
terrible escasez de agua: “las bocas y lenguas teníamos hechas grietas de la
secura”; y el pensamiento en lo que les pasará a los desdichados compañeros
apresados.
Buscando agua con desesperación vuelven
a desembarcar, pero el agua que hallan está salada; cavan pozos, también agua
salada; se levanta una tormenta y hay que volver a los barcos a toda prisa…,
sin nada que beber. Creen que lo mejor es volver a La Habana, pero el piloto
Antón de Alamillos, que había llegado a la Florida con Ponce de León años
antes, los convence para tomar esta dirección, a donde llegan en cuatro días. Con
el capitán Hernández de Córdoba moribundo (moriría a los pocos días),
desembarcan los veinte menos heridos, se ponen a cavar y finalmente, ¡agua
dulce!; sacándola, bebiendo y lavándose las heridas están un buen rato, hasta
que uno de los vigías que habían puesto vuelve corriendo y gritando “al arma,
al arma, que vienen muchos indios de guerra por tierra y en canoas”. Otra vez
al combate, el ulular salvaje, los ‘atambores’, las pinturas, el terror a ser
capturado vivo… En el cuerpo a cuerpo los españoles vuelven a mostrar su
superioridad y los rechazan; hay muertos, muchos heridos y un desaparecido, uno
de los vigías; sus compañeros lo buscan y llegan a donde fue visto por última
vez, ven señales de lucha pero no sangre, así que suponen que lo han llevado
vivo para sacrificarlo. Vuelven con el agua a los barcos y, de camino a Cuba,
hablan y se imaginan qué estará pasando ahora con su camarada, le estarán
abriendo el pecho, lo cortarán, se lo comerán y tirarán los restos a los
animales… No es de extrañar que muchos manifestaran abiertamente su disgusto:
se gastaron su dinero en suministros y vuelven más pobres, “no ganamos sueldo,
sino hambres y sed, y trabajos y heridas”.
Resultado de aquella expedición de hace
cinco siglos, más de 60 muertos, incluyendo el capitán, y cicatrices para
todos. Como botín, dos indígenas, a los que llamaron Julián y Melchor (fueron
luego guías, pero desertaron en cuanto tuvieron oportunidad), y una arquilla
con diademas, pequeña orfebrería de oro bajo e ídolos de barro; como detalle
ilustrativo hay que señalar que pensaron que aquellos pueblos eran los formados
por los “judíos desterrados de Jerusalén
por Tito y Vespasiano”.
Habrá quien piense que tuvieron bien
merecido todo lo que les pasó, por aventurarse por allí; pero nuevamente hay
que imaginarse el momento: has llegado a donde nadie siguiendo el potente instinto
humano por descubrir, su curiosidad al entrar en lo desconocido, sus deseos de
hallar respuestas. En todo caso, no llegaron con altanería sino con miedo, y en
esos primeros encuentros fueron los indios quienes (tras hacer creer que eran amistosos)
atacaron con gran hostilidad y sin mediar provocación. Y no hay que culparlos
por ello, como tampoco a los recién llegados por defenderse.
Imagínese allí entonces…
CARLOS DEL RIEGO
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