Enrique III de Francia, exageradamente pomposo y vanidoso, adulado hasta el ridículo por insignes poetas. |
Es sabido que la mejor manera de
permanecer al lado del poder y disfrutar de todos los privilegios que
proporciona es no contradecir al jefe, adularlo, darle coba, enjabonarlo e
incensarlo continuamente; por el contrario, quien se atreve a disentir, quien
levanta la voz (quien se mueve en la foto, dicen) será defenestrado
inmediatamente, sobre todo en situaciones de totalitarismo, aunque también en
democracia se purga y se aparta del mando al que discrepa. Lógicamente, el líder
infalible se acostumbra a la lisonja y siempre está dispuesto a subvencionarla.
El caso es que la Historia está atiborrada de casos de servilismo y peloteo al
poderoso, entre los que abundan los que son puro esperpento, exageraciones ridículas
que parecen sacadas de disparatadas obras del teatro bufo.
No pocos grandes autores han tratado
este asunto de la adulación y la vanidad, que son subgéneros de la estupidez.
Una de las obras que dedica capítulos específicos a las múltiples modalidades
de la memez del homo sapiens la publicó el húngaro Itzvan Rath Vegh en 1948 con
el explícito título de ‘Historia de la estupidez humana’. Sí, hay quien se ha
molestado en recopilar casos concretos, que van desde los juicios a animales y
cosas que se celebraban en la Edad Media hasta los incomprensibles desvaríos
motivados por el deseo de oro.
Así, se puede recordar que, tras el
triunfo de la revolución en Rusia, se organizó un juicio contra Dios con una
Biblia en el banquillo…, a pesar de que se supone que todos eran ateos y
negaban su existencia; el caso es que el acusado fue condenado y ‘fusilado’ al
amanecer del día siguiente con varias ráfagas al cielo… Delirante. Tanto como
la estúpida credulidad de algunos conquistadores españoles que perdieron la
vida buscando El Dorado o la Fuente de la eterna juventud; tanto como la
simpleza de los que pagaban a los alquimistas para que convirtieran el plomo en
oro.
En cuanto a la zalamería sumisa hacia
quien manda y ordena, la Historia ofrece un inagotable catálogo que lleva del
sonrojo y la vergüenza a la carcajada. Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715), como
es lógico, gozó de una legión de pelotas, y no sólo entre cortesanos, sino
también escritores y artistas. Al monarca le encantaba pasear por los pasillos
de Versailles entre las pinturas que Charles le Brun hizo ex profeso; en ellas
se veía al rey del absolutismo venciendo en grandes y legendarias batallas en
las que no sólo no había participado, sino que nunca habían tenido lugar; tanto
disfrutaba viendo aquellas obras de arte que llegó a creerse que,
efectivamente, él había tomado parte y vencido en todas aquellas ocasiones.
Además, la Academia Francesa convocó un concurso centrado en exaltar las
infinitas virtudes del rey, incluso un noble se colgó un cartel, a modo de
hombre anuncio, alabando al “más grande de los hombres”. Algo parecido a lo que
el poeta Pierre de Ronsard escribió para el estrafalario Enrique III de Francia
(1551-1589), llamado ‘El Rey de los Hermafroditas’, que pasaba horas y horas
emperifollándose a sí y a su esposa, que organizó una procesión tan disparatada
que el pueblo de París se carcajeó de tal modo de su rey que éste se escondió
avergonzado; el insigne poeta de la Pléyade escribió: “Europa, Asia y África
son estrechas para ti. Cuando en el futuro domines la Tierra…”.
En los principados y cortes alemanas de
los siglos XVII y XVIII también perdieron la medida y el sentido del ridículo a
la hora de intitularse. Así, se presentaban como “el más poderoso entre todos”,
o “muy generoso, varonil y noble caballero”, o “celoso de su honor y
sobremanera sabio”. Teniendo en cuenta que la bella lengua alemana tiende a
unir todo en una única palabra, hay que imaginarse cómo de larga sería cada
una, y cómo sonaría.
Los primeros gobernantes de Haití (uno
de los primeros estados independientes de América) eran invariablemente
analfabetos, pero no por ello menos dados a la vanidad; les encantaba sentirse
emperadores y repartir cargos y títulos como Conde del Número Dos, Duque del
Agujero Sucio, Panadero Mayor, Marqués de la Limonada y la Mermelada o Barón de
la Jeringa. Cuando Christophe Henri se coronó emperador en 1852, su guardia de
honor estrenó uniforme, luciendo gorras con una plaquita brillante en la que se
leía ‘Sardinas en aceite Barton y Cía, Lorient’…, el fabricante, francés, estaba
enterado de que ni soldados ni ‘emperadores’ sabían leer, así que ¿por qué no
aprovechar materiales excedentes? Los pocos que en aquella tierra sí leían no
se atrevían a importunar al amo por miedo a caer en desgracia.
Los reyezuelos de ciertos lugares de
Asia anteriores y contemporáneos de la época colonial, como Birmania, eran
adulados con ristras de títulos larguísimos y disparatados; una muestra: “Rey
de reyes, al que todos los soberanos de la Tierra obedecen, Regulador de las
estaciones, Director de las mareas, Hermano menor del Sol…” Los Príncipes de
Sumatra se intitulaban: “Señor del Universo cuyo cuerpo ilumina como el Sol,
cuyos ojos brillan como la Estrella Polar, cuyos pies huelen a perfume…”.
Los duques de Levis, franceses ellos,
pretendieron ser descendientes de la tribu de Leví, hijo de Jacob y uno de los
fundadores de las Doce Tribus de que habla el Antiguo Testamento. Los Barones
de Pons, compatriotas suyos, se gastaron un dineral para demostrar que
descendían de Poncio Pilatos. Uno de los aduladores de Maximiliano de Austria
(1459.1519) concluyó que el emperador descendía directamente de Cam, hijo de
Noé, el del Arca… Lo mejor de todo es que, inundados por un narcisismo fatuo y
pedante, llegaron a creérselo a pies juntillas.
Son apenas unas gotas sacadas de la
larguísima lista incluida en la historia de la adulación, la vanidad y, en fin,
el disparate más estúpido, algo sólo y exclusivamente al alcance del homo
sapiens.
CARLOS DEL RIEGO
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