El sofá sobre el que Hitler y Eva Braun se suicidaron_ en el brazo y el asiento se ven las manchas de sangre
Se cumplen estos días ochenta años de
la muerte de Adolf Hitler y el fin del nazismo. Volverá a hablarse y discutirse
sobre si el Führer se suicidó o si consiguió huir; supuestos ‘informes’
diversos y las típicas teorías de la conspiración animan a mucha gente a seguir
manteniendo la idea de que escapó a Sudamérica, donde murió de viejo… La
verdad, según testigos, pruebas y especialistas, es que se quitó la vida el 30
de abril de 1945
Una de esas teorías sostiene que llegó
a Colombia “en buenas condiciones físicas y mentales” y que allí vivió sin ser
reconocido hasta su muerte en 1971 (había nacido en 1889). El hecho de que
fuera quemado su cadáver y de que fueran los soviéticos (expertos manipuladores
de la realidad) quienes llegaran antes al lugar da pie a que muchos se inclinen
a pensar en la conspiración. Contra la tesis de que el dictador nazi consiguió
escapar se oponen las investigaciones y conclusiones de los máximos
especialistas, que no dudan de que se suicidó tras ordenar que quemaran sus
restos, pues temía que, como le ocurrió a su colega italiano, su cuerpo fuera
objeto de escarnio público y colgado boca abajo en la calle. Conviene, por
tanto, recordar algunos hechos irrefutables.
Desde 1936 el médico personal del
tirano era el dudoso Theo Morell, un tiparraco seboso, muy sucio y maloliente,
oportunista y aprovechado. El caso es que este elemento anotaba en su diario
todas las dolencias de su paciente así como la abundante medicación que le
proporcionaba. Desde hacía años, el enfermo Hitler sufría problemas gástricos,
tal vez producto de su tendencia al vegetarianismo; además, a partir de los
tratamientos del orondo matasanos, sus dolencias se multiplicaron: dolores de
cabeza y de oídos, problemas serios de visión, mareos, severos desarreglos y
espasmos intestinales con terroríficas flatulencias (este particular le venía
de antaño, y si dejó de comer carne es porque creyó que comiendo sólo vegetales
el olor no sería tan nauseabundo), sudoración extrema, hipertensión y, en su
último año, problemas cardiacos e infarto (septiembre del 44), tenía la piel
color ceniza, le temblaba toda la mitad izquierda del cuerpo y estaba
extraordinariamente débil.
Además del deterioro físico, desde
finales de 1944 mostraba un desarreglo mental evidente: sufría unos temibles
ataques de ira en los que gritaba y gesticulaba de modo demencial, acusaba a
todo el mundo en medio de una excitación neurótica e incontrolada, movía sobre
los mapas fichas que representaban ejércitos que ya no existían (cosa que
sabían los que estaban a su alrededor) y, en sus últimas semanas, mostraba
síntomas claros (temblores) de padecer neurosis espasmódica.
El inefable Theodor Morell, para
tratar de ‘combatir’ este catálogo de patologías, se mostraba muy espléndido a
la hora recetar y suministrar todo tipo de compuestos, medicamentos y drogas a
su terrible paciente: metanfetaminas para ‘estar en forma’ (cuentan que, tras
una toma masiva, mantuvo una reunión con Mussolini en la que no dejó de hablar
durante tres horas) y somníferos para dormir, estricnina, abundante cocaína y
opiáceos, codeína, diferentes barbitúricos…, además de los mejunjes que el poco
recomendable médico le preparaba, los cuales contenían desde testosterona de
toro hasta extractos de placenta, de músculo cardiaco o de próstata (para
combatir la depresión, decía Morell), belladona (planta muy tóxica que se usó
hasta el siglo XIX contra diversos dolores) e incluso le suministró la bacteria
escherichia colli… En total, el genocida ingería unas 30 pastillas diarias y
recibía cuatro o cinco inyecciones.
La decadencia física y mental del
genocida nazi era cada vez más evidente para todos. Un oficial de su Estado
Mayor describió el aspecto de Hitler en sus últimos días en el búnker del Reichstag
con bastante precisión: “Caminaba de un lado a otro lenta y trabajosamente,
inclinando el cuerpo hacia delante y arrastrando los pies; parecía tener
problemas para mantener el equilibrio. De la comisura de sus labios casi
siempre goteaba saliva”. El 1 de marzo (un mes antes de su fin) se acercó a uno de los frentes, a las afueras
de Berlín; un oficial que lo tuvo al lado comentó: “Se bajó con dificultad del
vehículo, encorvado, apoyándose en un bastón. [...] Habló roto, con la mano que
aún le obedecía sosteniendo la otra, que le temblaba notablemente”. Las últimas
imágenes de Hitler, cuando saludaba a oficiales y niños vestidos con el
uniforme de las SS, contienen una toma por detrás en la que se aprecia un
llamativo temblor en su mano izquierda, que él mantiene a su espalda y
sujetando algo; al parecer, los primeros síntomas de Parkinson se le detectaron
antes incluso de iniciarse la guerra.
La salud del dictador nazi era catastrófica,
de modo que, aunque no se hubiera pegado un tiro (tras tomarse una cápsula de
cianuro), seguro que no hubiera durado mucho y, sin la menor duda, no habría
vivido hasta 1971 (hubiera tenido 82 años). Además, una vez que asumió que la
guerra estaba perdida, seguramente el mayor temor de Hitler sería caer
prisionero, por lo que si optaba por huir correría el riesgo de que los rusos lo
capturasen vivo, algo que sin duda le aterrorizaría porque, pensaba, lo
exhibirían como trofeo, lo vejarían durante mucho tiempo, lo torturarían, lo
juzgarían al estilo soviético y terminarían colgándolo cabeza abajo…, “a mí no
me harán lo que le hicieron a Mussolini”, se sabe que dijo al conocer lo que
había sucedido con éste y su amante un par de días antes. El mismo 30 de abril,
unas horas antes de morir, dijo convencido: “Los rusos saben exactamente donde
estoy (...) Es inimaginable que me capturen vivo”. Por otro lado, según su
retorcida y perversa mentalidad, ¿qué objeto tenía para él seguir viviendo
después de una derrota tan humillante y vergonzosa?, él, egocéntrico hasta el
extremo, ¿podía vivir escondido, de un modo sencillo, sin dejarse notar, sin
sus grandilocuentes declaraciones?, ¿por qué prescindir de su médico-camello,
en quien confiaba ciegamente, si pensaba seguir vivo?, ¿y por qué matar a su
querida perrita Blondi si no tenía intención de matarse?
En resumen, por más que los afines a
las conspiraciones mantengan lo contrario, no existe ninguna prueba o indicio
de que sobreviviera a la derrota. Al contrario, además de la opinión de los
especialistas (incluyendo la máxima autoridad en el tema, Anthony Beevor), toda
evidencia conduce al suicidio.
CARLOS DEL RIEGO
Muy bueno Carlos. Seguiré leyéndote. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, un abrazo
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