jueves, 8 de mayo de 2025

80 AÑOS DEL (INDISCUTIBLE) SUICIDIO DE HITLER

 


El sofá sobre el que Hitler y Eva Braun se suicidaron_ en el brazo y el asiento se ven las manchas de sangre

 

Se cumplen estos días ochenta años de la muerte de Adolf Hitler y el fin del nazismo. Volverá a hablarse y discutirse sobre si el Führer se suicidó o si consiguió huir; supuestos ‘informes’ diversos y las típicas teorías de la conspiración animan a mucha gente a seguir manteniendo la idea de que escapó a Sudamérica, donde murió de viejo… La verdad, según testigos, pruebas y especialistas, es que se quitó la vida el 30 de abril de 1945

 

Una de esas teorías sostiene que llegó a Colombia “en buenas condiciones físicas y mentales” y que allí vivió sin ser reconocido hasta su muerte en 1971 (había nacido en 1889). El hecho de que fuera quemado su cadáver y de que fueran los soviéticos (expertos manipuladores de la realidad) quienes llegaran antes al lugar da pie a que muchos se inclinen a pensar en la conspiración. Contra la tesis de que el dictador nazi consiguió escapar se oponen las investigaciones y conclusiones de los máximos especialistas, que no dudan de que se suicidó tras ordenar que quemaran sus restos, pues temía que, como le ocurrió a su colega italiano, su cuerpo fuera objeto de escarnio público y colgado boca abajo en la calle. Conviene, por tanto, recordar algunos hechos irrefutables.

 

Desde 1936 el médico personal del tirano era el dudoso Theo Morell, un tiparraco seboso, muy sucio y maloliente, oportunista y aprovechado. El caso es que este elemento anotaba en su diario todas las dolencias de su paciente así como la abundante medicación que le proporcionaba. Desde hacía años, el enfermo Hitler sufría problemas gástricos, tal vez producto de su tendencia al vegetarianismo; además, a partir de los tratamientos del orondo matasanos, sus dolencias se multiplicaron: dolores de cabeza y de oídos, problemas serios de visión, mareos, severos desarreglos y espasmos intestinales con terroríficas flatulencias (este particular le venía de antaño, y si dejó de comer carne es porque creyó que comiendo sólo vegetales el olor no sería tan nauseabundo), sudoración extrema, hipertensión y, en su último año, problemas cardiacos e infarto (septiembre del 44), tenía la piel color ceniza, le temblaba toda la mitad izquierda del cuerpo y estaba extraordinariamente débil.

 

Además del deterioro físico, desde finales de 1944 mostraba un desarreglo mental evidente: sufría unos temibles ataques de ira en los que gritaba y gesticulaba de modo demencial, acusaba a todo el mundo en medio de una excitación neurótica e incontrolada, movía sobre los mapas fichas que representaban ejércitos que ya no existían (cosa que sabían los que estaban a su alrededor) y, en sus últimas semanas, mostraba síntomas claros (temblores) de padecer neurosis espasmódica.

 

El inefable Theodor Morell, para tratar de ‘combatir’ este catálogo de patologías, se mostraba muy espléndido a la hora recetar y suministrar todo tipo de compuestos, medicamentos y drogas a su terrible paciente: metanfetaminas para ‘estar en forma’ (cuentan que, tras una toma masiva, mantuvo una reunión con Mussolini en la que no dejó de hablar durante tres horas) y somníferos para dormir, estricnina, abundante cocaína y opiáceos, codeína, diferentes barbitúricos…, además de los mejunjes que el poco recomendable médico le preparaba, los cuales contenían desde testosterona de toro hasta extractos de placenta, de músculo cardiaco o de próstata (para combatir la depresión, decía Morell), belladona (planta muy tóxica que se usó hasta el siglo XIX contra diversos dolores) e incluso le suministró la bacteria escherichia colli… En total, el genocida ingería unas 30 pastillas diarias y recibía cuatro o cinco inyecciones.

 

La decadencia física y mental del genocida nazi era cada vez más evidente para todos. Un oficial de su Estado Mayor describió el aspecto de Hitler en sus últimos días en el búnker del Reichstag con bastante precisión: “Caminaba de un lado a otro lenta y trabajosamente, inclinando el cuerpo hacia delante y arrastrando los pies; parecía tener problemas para mantener el equilibrio. De la comisura de sus labios casi siempre goteaba saliva”. El 1 de marzo (un mes antes de su fin)  se acercó a uno de los frentes, a las afueras de Berlín; un oficial que lo tuvo al lado comentó: “Se bajó con dificultad del vehículo, encorvado, apoyándose en un bastón. [...] Habló roto, con la mano que aún le obedecía sosteniendo la otra, que le temblaba notablemente”. Las últimas imágenes de Hitler, cuando saludaba a oficiales y niños vestidos con el uniforme de las SS, contienen una toma por detrás en la que se aprecia un llamativo temblor en su mano izquierda, que él mantiene a su espalda y sujetando algo; al parecer, los primeros síntomas de Parkinson se le detectaron antes incluso de iniciarse la guerra.

 

La salud del dictador nazi era catastrófica, de modo que, aunque no se hubiera pegado un tiro (tras tomarse una cápsula de cianuro), seguro que no hubiera durado mucho y, sin la menor duda, no habría vivido hasta 1971 (hubiera tenido 82 años). Además, una vez que asumió que la guerra estaba perdida, seguramente el mayor temor de Hitler sería caer prisionero, por lo que si optaba por huir correría el riesgo de que los rusos lo capturasen vivo, algo que sin duda le aterrorizaría porque, pensaba, lo exhibirían como trofeo, lo vejarían durante mucho tiempo, lo torturarían, lo juzgarían al estilo soviético y terminarían colgándolo cabeza abajo…, “a mí no me harán lo que le hicieron a Mussolini”, se sabe que dijo al conocer lo que había sucedido con éste y su amante un par de días antes. El mismo 30 de abril, unas horas antes de morir, dijo convencido: “Los rusos saben exactamente donde estoy (...) Es inimaginable que me capturen vivo”. Por otro lado, según su retorcida y perversa mentalidad, ¿qué objeto tenía para él seguir viviendo después de una derrota tan humillante y vergonzosa?, él, egocéntrico hasta el extremo, ¿podía vivir escondido, de un modo sencillo, sin dejarse notar, sin sus grandilocuentes declaraciones?, ¿por qué prescindir de su médico-camello, en quien confiaba ciegamente, si pensaba seguir vivo?, ¿y por qué matar a su querida perrita Blondi si no tenía intención de matarse? 

 

En resumen, por más que los afines a las conspiraciones mantengan lo contrario, no existe ninguna prueba o indicio de que sobreviviera a la derrota. Al contrario, además de la opinión de los especialistas (incluyendo la máxima autoridad en el tema, Anthony Beevor), toda evidencia conduce al suicidio.

 

CARLOS DEL RIEGO

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