Todos
los que asisten o asistieron a conciertos de rock recordarán escándalos y
disparates perpetrados desde el escenario aunque ajenos al guión. De los
profesionales del rock se pueden esperan excesos y extravagancias, pero a veces
la situación los supera incluso a ellos. Dr. Feelgood, Damned, Revillos y Chuck
Berry protagonizan sonoros altercados
No
han sido pocos los conciertos de rock en los que se ofrecen espectáculos muy
diferentes a los esperados, puesto que cualquiera que se sube a un escenario
corre el riesgo de quedar mal, de resultar irrisorio, de defraudar a los
incondicionales. De hecho, seguro que no hay músico de rock que no haya pensado
alguna vez eso de ‘tierra trágame’. Un buen ejemplo es la espantada de Lou Reed
en Madrid en 1980, cuando después de que le tiraran una lata (otros dicen que
algo más) se fue del escenario y, al ir los organizadores al camerino para
calmarlo y que volviera, se encontraron con que se había marchado a la francesa
con todo su equipo; el resultado fue un multitudinario follón. Aquí van otros
incidentes, recuerdos de primera mano que, según se miren, pueden resultar
cómicos, delirantes o dramáticos.
Por
aquellos mismos años (ochenta del XX), los sudorosos y etílicos Dr. Feelgood
tocaban en Gijón. Poco después de la hora prevista, se anuncia que antes saldrá
un grupo de zíngaros que iban a hacer el número de la cabra, literalmente. En
principio la cosa resultó graciosa para el público, que se divirtió de lo lindo
e hizo no pocas chanzas con el cáprido subiendo y bajando por una escalera al
ritmo de tambor y trompetilla, pero después de un par de ‘performances’ de los
gitanos y su bestezuela, el personal empezó a mosquearse, luego a silbar y
finalmente a gritar amenazadoramente. En esto, se apagan las luces y salen los
músicos. Desde el principio se ve que algo no funciona: el guitarrista, Gypie
Mayo tenía tal curda que era incapaz de sostenerse en pie, de modo que el
cantante Lee Brilleux le sujetaba y animaba, “¡C´mon Gypie!”; pero el
guitarrista, con su eterna cara de recién levantado de la cama tras colosal
borrachera, estaba tan beodo que hasta la púa se le iba de los dedos. Ante la
imposibilidad de seguir, se fueron de escena en medio de un escándalo más que
notable. Parte del público, rabioso e indignado, se encaramó al escenario y
empezó a romper todo lo que se encontró. Tras unos minutos de ira destructora
(y la aparición de uniformados) la gente enfiló la salida haciéndose bocas de
todo lo sucedido en aquella inolvidable
noche.
El
exceso etílico en escena no es inusual en esto del rock, aunque tampoco norma.
La histórica sala madrileña Rock Ola fue (como es sabido) uno de los centros de
la movida, del punk y la nueva ola; su escenario acogió centenares de
conciertos de los máximos exponentes del rock nacional e internacional. Los
británicos The Damned, excelente banda de la primera hornada punk que supieron
evolucionar con inteligencia, tocaron allí hacia el 83-84. Como en el caso
anterior, uno de ellos, el batería Rat Scabies, manejaba algo más que cajas y
platos, de hecho, las baquetas se le escapaban debido al licor trasegado
previamente. Así las cosas, empezaba la canción y a los pocos segundos sus
compañeros paraban y se volvían hacia él, que a su vez también dejaba de tocar;
después de dos o tres intentos se le acercaron y le dijeron algo, se dirigieron
al público solicitando un minuto y, con la basca enfurecida, desaparecieron…,
para volver poco después y con el batería aun afectado pero en condiciones. El
concierto transcurrió sin otros incidentes. “Le habrán dado algún tipo de poción
mágica”, se maliciaba el personal entre sonoras mofas.
En
la misma sala unos meses antes o después actuaron los escoceses Revillos.
Algunos militantes del punk más destructivo tenían la asquerosa costumbre de
escupir, de modo que los tipos con cresta de las primeras filas empezaron a
lanzar sus horribles esputos hacia músicos y coristas, que repentinamente se
vieron literalmente chorreando. Paran y piden al público que deje de escupir,
que en todo caso esa era una costumbre punk y ellos ya no lo son (lo habían
sido cuando se llamaban Rezillos), que el punk ya está pasado, y que no envíen
más salivazos o se van; tras la amenaza, “one, two, three” y la música vuelve a
sonar…, y los escupitajos a volar. El grupo vuelve a parar y se retira;
silbidos y gritos; unos minutos después regresan, suplican el cese del
bombardeo y retoman los instrumentos. Nada más empezar, los dos cantantes
reciben sendos impactos en el rostro, pero no se detienen sino que retroceden y
continúan. Pocos después debió terminarse la munición, puesto que la artillería
cesó su ataque. El concierto terminó más o menos, pero sin bises y con mal
rollo.
El
imprescindible Chuck Berry ha estado varias veces en España y ha dado más de
una espantada. Debía ser el año de los Juegos Olímpicos de Barcelona, 1992,
cuando se organizó en el campo de fútbol de León un superconcierto de rock
& roll con nada menos que Jerry Lee Lewis, Bo Didley y Chuck Berry. El
primero sufrió un infarto días antes y se cayó del cartel para disgusto de
‘rockabillys’, pero los otros dos merecían cualquier esfuerzo. Después de
actuar Didley con su típica guitarra rectangular, debía subir a escena el viejo
Chuck, pero la música de ambiente no dejaba de sonar. ¿Pasaba algo?, sí. El
caso es que Berry tocaba exclusivamente con su amplificador de válvulas marca
tal, pero resulta que, según explicaba él mismo al organizador, se le había
estropeado; por fortuna, continuaba, él tenía uno de repuesto que gustosamente
alquilaría a la organización por la módica cantidad de cinco de los grandes; el
promotor se negó en redondo a pagar, añadiendo que nada se especificaba en el
contrato sobre el asunto. El padre del r&r se planta: “pues no toco”, dice
mientras sujeta a una rubia vestida de leopardo, e incluso sube al escenario y
trata de explicar al público qué está pasando, aunque la mayoría no se entera.
“¿Que no?, espera. ¡Pepe, vete a buscar a la Guardia Civil”, ordena el
empresario. Minutos después aparecen los uniformes; Chuck Berry, leyenda de la
música, autor de tantos títulos inmortales, los vio, abrió mucho los ojos, tomó
la guitarra y voló al escenario. Primero tocó el ‘Sweet little sixteen’ y luego
una buena parte de su colección; fue un gran concierto. Del incidente se
deducen dos cosas: una que Chuck era tan pesetero como genial (pasó mucha
necesidad), y dos, que tenía verdadero pavor a cualquier roce con la ley, pues
era gato escaldado.
Todo
el que haya sido público tendrá en mente anécdotas, lances e incidentes
similares.
CARLOS
DEL RIEGO
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