Imagínate pasar ahí (imagen desde fuera del zulo) año y medio sin saber si algún día saldrías |
Hay situaciones en que la persona no puede situarse en el equilibrio, en la equidistancia, como por ejemplo en casos de terrorismo; así, si alguien se abstiene, si no se condenan sin peros las bombas y los tiros en la nuca, si se les busca justificación, si se opta por la postura tibia del sí pero no, es que se está cargando parte de la culpa sobre los muertos y, por tanto, ‘comprendiendo’ a quien apretó el gatillo o activó el detonador. Y peor aun es el caso de quienes, más allá de la razón, se ponen abiertamente, orgullosamente, de parte de los verdugos; gentes que han perdido esa facultad exclusiva del ser humano que es la empatía, esa posibilidad de imaginarse en la piel del que sufre y preguntarse ¿y si me hubieran hecho eso a mí? Son esos mismos elementos los que claman por las víctimas del franquismo y, a la vez, desprecian y se burlan de las víctimas de la bestia etarra; son las mismas personas que se declaran en contra de la pena de muerte pero apoyan las ejecuciones extrajudiciales…, sí, por más inexplicable y enigmático que sea, hay sujetos que por la mañana ponen el grito en el cielo cuando se ejecuta a un violador asesino confeso y por la tarde difunden mensajes en los que desprecian a los inocentes que yacen bajo tierra. Eso es vileza extrema.
Los
cómplices de los asesinos no iban a actuar de otro modo, pero descoloca un poco
que personas que aceptan las reglas de la democracia y que incluso son colegas
o correligionarios de muchas víctimas, se pongan de parte de los pistoleros y
recurran a pretextos de majadero sectario para negar el mínimo reconocimiento a
aquellos que perdieron la vida, o parte de ella, de mano del nazismo etarra.
Los actos de reconocimiento, recuerdo y homenaje a aquellas dos víctimas han
situado a cada uno en su bando… En todo caso, pasadas dos décadas de aquellos
sucesos, estaría bien hacer un ejercicio de imaginación y situarse en la piel
de Ortega Lara y Miguel Ángel Blanco.
Eres
José Antonio Ortega Lara, funcionario de prisiones. Te secuestran y te meten en
una especie de tumba de 3 por 2,5 por 1,8 metros. Y de allí no sales en 532
días, casi un año y medio. Imposible caminar más de dos pasos, no ves el día o la
noche, no sabes de la familia y los amigos, que estarán sufriendo casi como tú;
sólo ‘hablas’ con tus raptores, el ambiente es húmedo y apenas hay una bombilla,
estás bajo tierra, no hay ventanas; te traen dos cubos diarios, uno para que
hagas tus necesidades y otro para lavarte; estás casi siempre solo, sólo
pensando y dando vueltas y más vueltas a la cabeza en el infecto cuchitril (si
esto se hubiera hecho con un perro no habría persona en el mundo que se pusiera
de parte del hombre y en contra del animal), y así horas y horas, tiempo y
tiempo viviendo en la incertidumbre más destructiva y enloquecedora: ¿me
pegarán dos tiros?, ¿me torturarán?, ¿me dejarán aquí hasta que muera y harán
desaparecer mi cuerpo?, ¿puedo hacer algo?, ¿debería arriesgarme e intentar la
fuga?, ¿cuánto sufrirán mis familiares y amigos por mi culpa?..., y así horas y
horas, tiempo y más tiempo. Todo sin que puedas salir de esos angustiosos y
opresivos 13,5 metros cúbicos, siempre, siempre encerrado en esa caja,
claustrofobia, quieres correr, saltar; cada vez que despiertas y vuelves a la
realidad te desesperas, pasan las horas y piensas otra vez lo mismo que ayer,
repites todo porque no puedes hacer otra cosa, te atormentas, te consumes, se
te retuercen las entrañas, te hablas y te repites, te vuelves loco; hasta que llega
el día en que pierdes la esperanza y das por seguro que nunca saldrás del
sepulcro, y empiezas a desear la muerte. Un día te liberan, has perdido más de
20 kilos de masa ósea y muscular, recuperas la libertad pero pronto te das
cuenta de que no será tan fácil; pasa el tiempo y muchas veces, de algún modo,
todavía sigues en aquella tumba, apenas puedes dormir si no es con potentes
medicamentos, tienes estrés postraumático, cuadros de ansiedad y depresión. Hoy, veinte años después, aun sueñas
y te despiertas preguntándote si estás todavía bajo tierra. Pero hay algo aun
peor: tienes que soportar insultos, menosprecios y amenazas de desalmados que jalean
a los secuestradores. ¿Por qué?, ¿por qué hay gente que se pone del lado del criminal
y políticos ambiguos?
Eras
Miguel Ángel Blanco. Llevas dos años de concejal de un partido que se atreve a
contradecir a una banda mafiosa y fascista en un pequeño ayuntamiento vasco,
tienes miedo pero eres lo suficientemente valiente como para controlarlo y
cumplir tu obligación. Un día alegre en el que sólo pensabas en la libertad de
Ortega notas un agarrón, un empujón y, antes de que puedas abrir la boca, te
atan, te amordazan, te vendan los ojos y te meten en el maletero; casi desde el
primer momento sabes que te han secuestrado y sabes quiénes; el coche para, te
bajan, te meten en algún sitio; te dejan así durante unas horas, dos días,
inmovilizado, desorientado, aterrorizado, sabiendo de qué va la cosa y lo que,
casi seguro, te espera; luego, después de muchas horas de incertidumbre y
terror, te agarran y te vuelven a meter en el maletero, un rato después te
sacan, te obligan a arrodillarte y escuchas un clic metálico…
Los
dos, seguro, supieron que eran víctimas de Eta en el acto, por lo que, seguro,
desde el primer momento debieron ponerse en lo peor, y, también seguro, no se
preguntaron por qué, ya que ambos sabían perfectamente que las bestias etarras
sólo quieren matar, no necesitan motivo, escogen al que está más a mano y lo
llevan al matadero.
Veinte
años después, incomprensiblemente, ciudadanos que han vivido siempre en
libertad y con todos sus derechos garantizados vomitan odio contra quienes
sufrieron violencia extrema en primera persona y contra sus familiares, y
desean la muerte de semejantes sin más motivo que el odio, ese odio surgido del
prejuicio ideológico, del desprecio absoluto a quienes consideran tan
inferiores que sus vidas son prescindibles. Seguro que así funcionaban las
mentes de Goebbels o Heydrich.
El
asesinato de Miguel Ángel Blanco fue, sin duda, el principio del fin de la
banda asesina. Puede afirmarse que el valiente concejal, finalmente, los
derrotó.
CARLOS
DEL RIEGO
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