Al señor concejal no le gusta que le administren la misma medicina que él aplicó a otros. |
Un concejal del Ayuntamiento de Madrid, Javier
Barbero, ha sido objeto de un ‘escrache’ (palabreja de origen argentino), o
sea, de acoso en vía pública. El susodicho edil ha protestado airadamente y
calificado de “fascistas” a quienes lo acosaron; lo sorprendente es que esta
criatura hostigaba de ese modo a otros hasta hace cuatro días. Se puede deducir, por tanto, que si él es el
sujeto de la acción se trata de un ejercicio de libertad de expresión y, por
consiguiente, legítimo, pero si él es el complemento directo se trata de una
acto intolerable y delictivo “que incita al odio”; si él acosa, vale, si él es
el acosado, no vale. ¿El razonamiento que esgrime?, fácil: “esta es una
situación distinta”; y aquí está el problema: hay gente que cree tener motivos ideológicos
que validan todos sus actos, y que quienes carecen de esos motivos no pueden
ejecutar esos mismos actos.
Aunque no hace falta recordar quiénes son los que
más han sufrido esta especie de persecución insultona, faltosa e intimidadora,
sí es necesario subrayar que, en muchos casos, la acción no se limitó a la
calle o los lugares de trabajo de los perseguidos (como es el caso de Barbero),
sino que se llegó hasta la puerta de la vivienda del señalado y se esperó hasta
que saliera (aunque fuera con sus hijos) para darle caña.
Este asunto, que en realidad no deja de ser menor
(comparado con, por ejemplo, el de los sinvergüenzas que se lo llevan en crudo),
es una ilustrativa muestra de eso que se llama ‘superioridad moral’, que hoy se
arrogan consciente o inconscientemente quienes se sienten de izquierdas. La
cosa se explica fácilmente: muchas personas tienen una especie de complejo que
les hace creerse moralmente superiores a otras porque piensan como piensan; en
otras palabras, persuadidos de que viven henchidos de la verdad absoluta, ven
inferiores a los que carecen de esa verdad, y por ello se consideran
legitimados para llevar a cabo acciones y manifestaciones que los otros, los
inferiores, no. Es el mismo proceso mental (¿) que usan, a otra escala, terroristas
y fanáticos de toda clase: ellos sí pueden pegar tiros, pero cuando en medio de
la balasera son ellos los que caen,
protestan a voz en grito, amenazan, insultan. Es el pensamiento único, que
legitima hostigar al discrepante. Este tipo de actitud (que se sustancia en la
idea de “una vara de medir para mí y los míos y otra para los demás”) ya se ha
visto otras veces; por ejemplo, en tiempos de la Transición Española eran los
grupos de ultraderecha (como Fuerza Nueva) los convencidos de ser posesores de
la única idea verdadera, y por tanto eran los que iban acosando, reventando
mítines, hostigando, agrediendo y, en algún caso, asesinando.
Sea como sea, también resulta oportuno recordar que algunos
jueces han sentenciado a favor de los acosadores (a pesar de insultos y
zarandeos) argumentando que eso “no es acoso sino un ejercicio de libertad de
expresión garantizado por la Constitución, que lo respalda como derecho”. En
román paladino, insultar, zarandear, amenazar es libertad de expresión, o lo
que es lo mismo, cuando a finales de los setenta del siglo pasado los ultras
antes mencionados iban acongojando por la calle (sobre todo por los alrededores
de sedes de sindicatos y partidos de izquierda), vociferando los más ofensivos insultos
y provocaciones y meneando puños y palos, lo que hacían era ejercer su libertad
de expresión… Pero no, lo absolutamente cierto es que, entonces, nadie pensó
que eso era libertad de expresión, al contrario, se le aplicó otro término
mucho más apropiado.
La propia alcaldesa de la Villa ha declarado varias
veces que “los escraches (…) son un ejercicio muy importante de nuestra
libertad de expresión”, aunque lo que quiere decir es que son tal cosa “siempre
que vayan contra los que piensen distinto y nunca si vienen contra nosotros”.
Ah!, el aludido concejal Tonsor fue defendido por la
misma unidad policial que él trata de suprimir…
CARLOS DEL RIEGO
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