Gypie Mayo (de pie en el centro) trasegaba de lo lindo, tanto como para no poder tocar |
Hay veces que los artistas ofrecen espectáculos muy
diferentes a los esperados, puesto que cualquiera que se sube a un escenario
corre el riesgo de quedar mal, de resultar involuntariamente irrisorio, de
defraudar a los incondicionales. De hecho, seguro que no hay músico de rock que
no haya pensado alguna vez eso de ‘tierra trágame’. Aquí van cuatro incidentes,
recuerdos de primera mano que, según se miren, pueden resultar cómicos,
esperpénticos, dramáticos.
Los sudorosos y etílicos Dr. Feelgood tocaban en
Gijón; serían los primeros ochenta y la cosa era en una plaza de toros o
estadio de fútbol. Un ratito después de la hora en que Lee Brilleux y sus
compinches tenían que empezar, se anuncia que antes saldrá un grupo de ¡zíngaros
que iban a hacer el número de la cabra! En principio la cosa resultó graciosa
para el público, que se divirtió de lo lindo e hizo no pocas chanzas con el
cáprido subiendo por una escalera al ritmo de tambor y trompetilla, pero
después de un par de ‘performances’ de los gitanos y su bestezuela, el personal
empezó a mosquearse, luego a silbar, abuchear y gritar amenazadoramente. En
esto, se apagan las luces y salen los músicos. Desde el principio se ve que
algo no funciona: el guitarrista, Gypie Mayo tenía tal curda que era incapaz de
sostenerse en pie, de modo que el mencionado cantante Lee Brilleux le sujetaba
y animaba, “¡C´mon Gypie!”; pero el guitarrista, con su eterna cara de recién
levantado de la cama, estaba tan borracho que hasta la púa se le iba de los
dedos. Ante la imposibilidad de seguir, se fueron de escena en medio de un
escándalo más que notable. Los irritadísimos espectadores se encaramaron
entonces al escenario y empezaron a romper todo lo que encontraron. Después de
unos minutos de rabia (no está claro si uniformados mediante o no) la gente
enfiló la salida haciéndose bocas de todo lo sucedido en aquella inolvidable
noche.
El exceso etílico en escena no es inusual en esto
del rock, aunque tampoco norma. La histórica sala madrileña Rock Ola fue (como
es sabido) uno de los centros de la movida, del punk y la nueva ola; su
escenario acogió centenares de conciertos de los máximos exponentes del rock
nacional e internacional. Los británicos The Damned, excelente banda de la
primera hornada punk que supieron evolucionar con inteligencia, tocaron allí
hacia el 83-84; como en el caso anterior, uno de ellos, el batería Rat Scabies,
manejaba algo más que las baquetas, de hecho, los palitos se le escapaban
debido al licor trasegado previamente; así las cosas, empezaba la canción y a
los pocos segundos sus compañeros paraban y se volvían hacia él, que a su vez
también dejaba de pegar; después de dos o tres intentos se le acercaron y le
dijeron algo, se dirigieron al público solicitando un minuto y, con la basca enfurecida, desaparecieron…, para
volver muy poco después y con el batería en condiciones. El concierto
transcurrió sin mayor incidente. ¿Le darían la poción mágica?, se maliciaba la
concurrencia entre sonoras mofas.
En la misma sala unos meses antes o después actuaron
los escoceses Revillos. Algunos militantes del punk más destructivo tenían la
asquerosa costumbre de escupir, de modo que los tipos con cresta de las
primeras filas empezaron a lanzar sus horribles esputos hacia los cantantes y
las coristas, que repentinamente se vieron literalmente chorreando. Paran y
piden al público que deje de escupir, que en todo caso esa era una costumbre
punk y ellos ya no lo son (lo habían sido cuando se llamaban Rezillos), que el
punk ya está pasado, y que no envíen más salivazos o se van; tras la amenaza,
“one, two, three” y la música vuelve a sonar…, y los escupitajos a volar. El
grupo vuelve a parar y se retira; silbidos y gritos; unos minutos después regresan,
suplican el cese del bombardeo y retoman los instrumentos. Nada más empezar,
los dos cantantes reciben sendos impactos en el rostro, pero no se detienen, sólo
retroceden y continúan. Un par de canciones más tarde debió terminarse la
munición, puesto que la artillería cesó su ataque. El concierto terminó más o
menos, pero sin bises, sin propina.
El imprescindible Chuck Berry ha estado varias veces
en España y ha dado más de una espantada. Debía ser el año de los Juegos
Olímpicos de Barcelona, 1992, cuando se organizó en el campo de fútbol de León
un superconcierto de rock & roll con nada menos que Jerry Lee Lewis, Bo
Didley y Chuck Berry. El primero sufrió un infarto días antes y se cayó del
cartel para disgusto de ‘rockers y rockabillys’, pero los otros dos merecían
cualquier esfuerzo. Después de actuar Didley con su típica guitarra
rectangular, debía subir a escena el viejo Chuck, pero la música de ambiente no
dejaba de sonar. ¿Pasaba algo?, sí. El caso es que Berry tocaba exclusivamente
con su amplificador de válvulas marca tal, pero resulta que, según explicaba él
mismo al organizador, se le había estropeado; por fortuna, continuaba, él tenía
uno de repuesto que gustosamente alquilaría a la organización por la módica
cantidad de cinco de los grandes; el promotor se negó en redondo a pagar, añadiendo
que nada se especificaba en el contrato sobre el asunto; el de Missouri se
planta: “pues no toco”, dice mientras sujeta a una rubia vestida de leopardo, e
incluso sube al escenario y trata de explicar al público qué está pasando,
aunque la mayoría no se entera; “¿a no?, espera. ¡Pepe, vete a buscar a la
Guardia Civil”, ordena el empresario. Minutos después aparecen los uniformes;
Chuck Berry, uno de los inventores del rock & roll, el autor de tantos
títulos inmortales, los vio, abrió mucho los ojos, tomó la guitarra y voló al
escenario. Primero tocó el ‘Sweet Little sixteen’ y luego una buena parte de su
colección; fue un gran concierto. Del incidente se deducen dos cosas: una que
Chuck es tan pesetero como genio (tanta escasez debió pasar), y dos, que tiene
verdadero pavor a cualquier roce con la ley (es gato escaldado).
Todo el que haya sido público tendrá en mente
anécdotas, lances e incidentes similares.
CARLOS DEL RIEGO
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