Junio de 1813, el entonces rey de España José I, impuesto por Napoleón, abandonaba definitivamente ‘su’ reino, pero no lo hacía con las manos vacías, sino que pretendía llevarse un gigantesco botín cargado en unos ochocientos carros. Sin embargo, fue alcanzado, derrotado y despojado en la Batalla de Vitoria; el propio Pepe Botella (que era abstemio) lo abandonó todo y a todos y huyó a caballo
Los soldados del ejército napoleónico entraron en España como elefante en cacharrería. Y no se conformaron con saquear, sino que se esforzaron en ejercer todo tipo de violencia sobre la población y sobre todo aquello que tuviera significado histórico, artístico o popular. Así, utilizó monumentos milenarios como cuadras, instaló polvorines al lado de catedrales (algunos explotaron con las previsibles consecuencias). Soldados y oficiales tiraron al blanco sobre estatuas, tallas e imágenes de gran valor, profanaron tumbas de reyes e importantes personajes buscando objetos de valor y, en fin, se dedicaron a destruir todo lo que pudieron por pura y simple diversión. El vil y odioso mariscal Joachim Murat, duque de Berg y cuñado de Napoleón, se ensañó con el pueblo llano, pero mató con entusiasmo y sin mirar posición social (oportunista, veleta y traidor, acabó sus días fusilado).
Cuando ‘el pequeño Napoleón’ (uno de los muchos motes con que lo identificaban los españoles) comprendió que la derrota de su hermano era inevitable decidió huir de España, ya que sin su apoyo el pueblo no tendría piedad con él. Pero ‘su majestad intrusa’ (además de cobarde, ladrón, megalómano y, como remate, sectario masón) no se iba a marchar sin llevarse nada, así que emprendió una campaña de depredación de todo lo que tuviera valor y pudiera transportarse. Así, requisó todos los carros, carretas, coches, calesas, furgones y carromatos que había en Madrid y alrededores y los llenó con un inmenso tesoro: Joyas y alhajas de oro, plata y piedras preciosas, oro en todas sus formas (monedas antiguas y modernas, barras, obras de arte), ropas de lujo, telas finísimas y tapices de gran valor, muebles, tallas de madera, cuadros (de Velázquez, Murillo, Tiziano, Rubens, Van Dick…), vajillas, cuberterías y muchas más piezas de plata labrada, grandes cofres y bolsones rebosantes de dinero, estatuas, ajuares de iglesia y sacristía, anillos y cuanto adornara a vírgenes y santos, retablos y pinturas sobre tabla (destrozaron mucho más de lo que se llevaron), tallas y artesonados de madera, porcelanas, armas, la colección de minerales del gabinete de Historia Natural, documentos históricos, cartas geográficas y de navegación de los siglos XVI y XVII…, y todas las provisiones y víveres que pudieron acopiar. El 27 de mayo de 1813, ‘Pepe Plazuelas’ abandonaba definitivamente Madrid “dejándolo sin un alfiler” (cuenta Pérez Galdós en ‘El equipaje del rey José’, uno de sus imprescindibles Episodios Nacionales) para cruzar a Francia y disfrutar de lo saqueado.
La inmensa columna fue atacada en varios sitios por los ingleses al mando de Wellinton (‘Véllinton’ o Vellinzón’, decían los españoles), en coalición con guerrilleros como Mina y sus aliados portugueses (también combatieron allí varias mujeres, entre ellas Agustina de Aragón, que debía tenerlos como el caballo de Santiago). Tras encarnizada lucha, desbandada francesa. El ya ex-rey, ‘el rey Pepino’, muerto de miedo, dejó atrás casi todo lo afanado y huyó al galope, “pálido, con el negro cabello en desorden, fruncido el ceño, trémulas las manos (…), aterrado, jadeante (…) como el asesino que huye” (Galdós).
Los franceses y los afrancesados huyeron en caótica desbandada. Todo lo que tenía pies echó a correr, hombres y caballerías, dejando atrás cualquier cosa que retrasara la carrera, incluyendo ciento cincuenta cañones y doscientos carros de municiones, equipamientos, cajas, furgones, carromatos y todo tipo de enseres particulares, bagajes y equipajes. Cada caballo llevaba a tres o cuatro personas, las cuales defendían su posición con estocadas y tiros. “¡Los ingleses, los guerrilleros!”, gritaban despavoridos los franceses y los afrancesados. La batalla fue terrible (más de 10.000 muertos), y tras la matanza llegó la posterior desbanda, la búsqueda de botín, la persecución despiadada de fugitivos, la venganza sobre los españoles que se marchaban con los franceses. Aquello fue espeluznante, apocalíptico.
Luego fue el turno del pillaje y el saqueo de lo saqueado. Llegaron de Vitoria y otros lugares muchos paisanos atraídos por la seguridad de poder hacerse con algo de todo lo que gabachos y afrancesados dejaron desparramado por el campo en su desesperada huida. También se presentaron salteadores y ladrones a exigir una parte de los valiosos despojos. Se sucedieron infinitas escenas de codicia y de crueles tropelías, especialmente con los afrancesados que no pudieron huir. Los lugareños acudían con sus propios carros e iban revisando y cargando según preferencias. En medio de aquella vorágine algunos hacían chanzas con ciertos objetos, como el bastón de mando del mariscal Jourdan, las pelucas variadas de un familiar de ‘el rey pelele’ y hasta el sombrero del mismísimo ‘Pepe el espantadizo’. Al caer el día, los más rastreros se dedicaron con gran meticulosidad a revisar los cuerpos de los miles de muertos (muchos hechos pedazos por la artillería) en busca de anillos, relojes, cadenas, medallas …, de noche se veían moverse los farolillos de estos buitres sin plumas. Igualmente aparecieron compradores ávidos de hacerse con objetos de valor por muy poco dinero: unos pujaban por la joyería, otros por la ropa, por las armas, municiones y pólvora, otros compraban vinos y licores…, se hizo negocio incluso con las carretas ya vacías. Muchas familias de la zona hicieron gran fortuna con la huida de José Bonaparte.
En fin, ‘el rey baraja’ apenas se llevó de España lo que le cupo en los bolsillos, mientras que muchos españoles se aprovecharon de la mayor parte de aquel fabuloso tesoro.
Dos siglos después, ¿deberían los españoles echar chispas contra los franceses por la ocupación, violencias, saqueo y destrucción que perpetraron en España? Evidentemente, tal pensamiento no sólo es estéril, sino tonto.
CARLOS DEL RIEGO
(Actualización de texto de XI-2018)
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