Dibujo de la época colonial holandesa en Indonesia que muestra el trato esclavo que dieron a los nativos
Desde la objetividad, la veracidad y
el rigor histórico, no son pocos los autores que afirman rotundamente que
Holanda se hizo rica gracias a la explotación colonial más despiadada y
sangrienta que se conoce. La escondida historia de la fortuna de este país
comienza cuando en el siglo XVI surge en Europa la fiebre por las especias,
preciadas para varios fines, carísimas y, por tanto, codiciadísimas
Holanda no quiso perder el tren del
tráfico de especias y por ello no reparó en nada para conseguir meterse en ese
lucrativo negocio. Envió espías a España y Portugal para que se enteraran de
dónde estaban las islas que producían tales bienes, copiaron mapas e
informaciones y, a finales de siglo, enviaron sus primeros barcos a las islas
de las especias, Java, Sumatra, Bali, Molucas, Célebes… Para ello crearon una sociedad
comercial (Compañía Holandesa de las Islas Orientales) cuyos buques tenían no
sólo apoyo del gobierno, sino que se les permitía el contrabando, la piratería,
la guerra contra los barcos de naciones rivales, la ocupación de territorios,
el comercio de esclavos, la violación de cualquier mujer ‘salvaje’ y, por
supuesto, la eliminación sistemática de la población autóctona; esto último
avalado por la esencia del protestantismo, que viene a decir que los
protestantes están protegidos por Dios y legitimados para cualquier acción por
sangrienta y repulsiva que fuera. Lo más sorprendentes es que, a día de hoy,
los principales y más sanguinarios saqueadores, criminales y violadores
holandeses cuentan con gran prestigio en su país, donde abundan las estatuas y
monumentos que los recuerdan.
Con estos métodos, que incluían,
sobornos y traiciones sin límite, no les fue difícil a los holandeses hacerse
con el control de Malasia, Java y Molucas a partir de 1620. Luego de Taiwán,
Ceilán y el noroeste de Brasil; intentaron lo mismo en Chile, pero fueron
rechazados. Hay que señalar que no permitían que ningún indígena aprendiera el
holandés “que era sólo para los amos holandeses y, como mucho, para los
capataces, no para los infieles salvajes”. En 1641 sobornaron al gobernador
portugués de Malaca (Malasia) para que les permitiera entrar en la ciudad; una
vez dentro lo primero fue asesinar a dicho gobernador… La Compañía Holandesa de
las Indias Orientales era un “auténtico sindicato pirata apoyado
incondicionalmente por su gobierno”.
Los holandeses estuvieron en aquella
zona desde el siglo XVI hasta el XX, y tras esos cientos de años, cuando se
fueron, “no dejaron nada, ni un hospital, ni una universidad, ni una iglesia,
ni un mestizo, ni siquiera su idioma”. Según el mismísimo Karl Marx:
“Capturaron a toda la juventud de Célebes, la sepultaron en sus mazmorras hasta
que, llegado el momento, la metieron en los barcos de esclavos (…). Las
prisiones de la isla eran horribles y estaban repletas de desdichados
encadenados, víctimas de la tiranía, la codicia y la violencia de los
holandeses. Donde ponían el pie los holandeses la devastación y el despoblamiento
señalaban su paso. En la provincia de Java llamada Banyunwangi había en 1750
más de 80.000 habitantes, en 1811 no pasaban de 8.000” (‘El Capital’, tomo 1,
página 732).
Uno de los ‘grandes comerciantes’ de
la mencionada compañía fue el llamado Jan Pieterszoon Coen, que en 1609 obligó
a los habitantes de las islas de la Banda (en Indonesia) a firmar un tratado
conocido como el ‘Pacto eterno’, por el que los nativos se comprometían a
cultivar sólo lo que los holandeses les exigieran hasta el fin de los días; no es
necesario explicar que los nativos no tenían ni idea de lo que estaban
pactando. La idea del tal Pieterszoon era que no había por qué pactar nada con
los ‘salvajes’, sino obligarlos a obedecer y, si no eran necesarios,
“simplmente exterminarlos”. Nombrado gobernador general de Java Occidental, en
1619 asaltó, saqueó e incendió Yakarta, donde se aseguró de que casi toda la
población pereciera en el incendio.
Las islas de la Banda (unos dos mil
kilómetros al este de Java) fueron durante siglos las únicas productoras de
ciertas y preciadas especias. Hasta comienzos del siglo XVII la población
nativa estaba gobernada por los llamados ‘oran kaya’ (hombres ricos), quienes
se negaron a firmar lo que Pieterszoon exigía, de modo que éste contrató mercenarios
(sobre todo japoneses) para que los exterminaran sin miramientos, y colocaran sus
cabezas en altos postes para que a nadie se le olvidara quién mandaba y lo que
esperaba a quien no obedeciera. Entonces, no contentos con ello, los holandeses
decidieron eliminar a todo nativo, de modo que ellos y los mercenarios exterminaron
a no menos de 15.000 hombres, mujeres y niños, es decir, casi toda la población
a excepción de unos cuantos jóvenes destinados a la esclavitud. Lo bueno del
asunto es que el propio Pieterszoom reunió todos estos hechos en un informe en
el que especificaba al detalle los números de asesinados y esclavizados. A su
regreso a Holanda fue recibido como héroe, se imprimieron monedas y sellos con
su rostro, la Compañía y el gobierno holandés lo distinguieron con un premio de
varios miles de florines; y desde mediados del siglo XIX se erigieron estatuas
en su honor en su país.
Todo esto es sólo un brevísimo resumen
del genocidio, la codicia y brutalidad perpetrada por Holanda (la Compañía de
las Indias Orientales apoyada incondicionalmente por el gobierno holandés) en
aquel rincón del planeta. Sin embargo, la propaganda, la divulgación y el
marketing de estos países que están más bajos que el mar, sigue sosteniendo que
el malo es España (incluso en el himno holandés), y es así porque los
verdaderos culpables de genocidio tienen que buscar siempre un cabeza de turco,
un culpable sobre el que cargar toda las maldades y perversiones y, así, quedar
ellos como tolerantes y bondadosos civilizadores. Al marchar España de América
dejó no sólo el idioma, sino más de mil hospitales y casi otros tantos colegios
de primera y segunda enseñanza y lo que hoy se llamaría formación profesional,
así como universidades, iglesias y catedrales, un idioma universal y muchos
millones de mestizos (“esta es la gran obra de arte de España en América”, dijo
el mejicano Juan Miralles). ¿Qué queda hoy en Indonesia de la presencia
holandesa? Absolutamente nada, ni un mestizo, ni un edificio, ni siquiera el
idioma.
CARLOS DEL RIEGO
(Con información de las obras de
Marcelo Gullo)