Enrique Castro Delgado, autor de 'Mi fe se perdió en Moscú', libro donde muestra su desencanto y decepción al conocer de primera mano el 'paraíso socialista'
En marzo de 1985 llegó a Secretario
General del Partido Comunista de la URSS Mijail Gorbachov, con lo que se inició
el proceso de demolición del país del comunismo; la escenificación del colapso
se produjo el 9 de noviembre de 1989 con la caída del Muro de Berlín. El dirigente comunista Enrique Castro Delgado
se exilió al acabar la Guerra Civil Española y llegó a Moscú el mismo 1939. Caído
en desgracia, consiguió huir a México, donde escribió en 1964 el revelador
libro ‘Mi fe se perdió en Moscú’
La primera parte del libro se titula
‘Mi llegada al país de la felicidad’. Al principio dice eufórico: “Ya estoy en
Moscú. El mundo capitalista queda allá con su miseria y su explotación. He
salido de un infierno. Ahora estoy en el país del socialismo, donde todos somos
iguales. Mis sueños se han convertido en realidad. Ayer todo lo veía a través
de los libros y revistas; desde hoy lo veré a través de los hombres y las
cosas” (pág. 13).
Poco a poco va viendo por sí mismo. “También
aquí existe el principio religioso de pecar y hacer penitencia (…) pero no se
admite pecar, hacer penitencia y volver a pecar. Aquí la penitencia empieza y
nunca termina… Y para no tener que hacer una penitencia que se transmite de
padres a hijos, lo mejor es no pecar nunca (…). Es fácil: decir que el mundo
capitalista es un infierno, que Stalin no se equivoca nunca y aplaudir siempre
que en se pronuncia su nombre; creerse las estadísticas, la democracia y el
bienestar soviético… Es una ley general. Y quien la cumple sube y sube y sube.
Y quien no la cumple baja y baja y baja (69). “Me habían hablado de muchas
cosas (…). El socialismo no es sólo la eliminación de las clases. Debe ser el
bienestar de los hombres (…). Pero el bienestar sólo ha llegado a unos cuantos
(…): a los funcionarios del Partido, a los del Gobierno, a los de los
sindicatos, a los miembros del ejército y de la NKVD” (96).
Miembros españoles de la Komintern
visitan a sus compatriotas que trabajan en las fábricas de Jarkohv, Krematorsk
y Vorochilogrado: “¿A qué obedecerá que la mayoría de directores de fábricas, altos
funcionarios del gobierno, del partido, de los sindicatos y generales del
ejército estén tan excesivamente gordos? (99). En la fábrica de Krematorsk
(donde viven y trabajan cientos de españoles) de catorce niños que nacieron en
un año sólo quedan vivos dos. Ambos son un estudio anatómico. ¿Cómo es que han
muerto tantos? ‘Con nuestro salario (responden) no podíamos pagar la ‘casa
cuna’, donde reciben la leche necesaria para que nuestros niños vivan’ (101).
Hemos hablado con el director de la fábrica… Que trabajen más y ganarán más (dijo)”
(102).
El autor describe a los obreros como
harapientos, famélicos, encorvados, cansados y tristísimos en varias ocasiones.
E insiste en que nadie, ni el gobierno, ni los sindicatos, ni los directores de
las fábricas, ni los delegados del Socorro Rojo hacen nada de nada. Como mucho
redactan informes que se van pasando unos a otros sin que nada cambie para los
desdichados españoles que se creyeron que emigraban al “país de la felicidad,
al país del socialismo”. Dicen los funcionarios del gobierno, de los
sindicatos, de Socorro Rojo…: “No tenemos ropa de invierno que darles. Las peticiones
de ayuda económica debe aprobarlas el Comité Ejecutivo. Estamos estudiando la
situación y la forma de solucionarla. El Socorro Rojo no puede dar dinero
siempre…” (105). “Nuestros compatriotas tratan de mantener a sus familias (…),
tuberculosis, mortandad, perdida la esperanza después de haberla perdido en
otros… (…) ¿Qué piensan de la URSS, del régimen soviético, del socialismo? (…)
Se limitan a pensar en la hora de regresar a España… a esa España de la que se
habla poco y se quiere más que nunca” (106).
El secretario del PC de España, José
Díaz, va a exponer su informe sobre la situación política y económica de España
ante los integrantes de la Komintern, es decir, de la Internacional Comunista,
el órgano que agrupa en Moscú a todos los representantes comunistas de los
países donde el comunismo fue derrotado y expulsado: Alemania, Italia,
Checoslovaquia, Ucrania, Polonia, Francia , Hungría, Bulgaria, España…; los
jefes son el ucraniano Dimitri Manuilski y el búlgaro Gueorgui Dimitrov, que
son los que mandan e informan al Kremlin y a la NKVD (policía política). Díaz
lee su informe. Cuando terminan los traductores pregunta si alguien quiere
decir algo. Dolores Ibarruri se levanta, mira su cuaderno de notas en el que no
hay escrita ni una palabra y dice: “Estoy totalmente conforme con lo expuesto por
el camarada Díaz (…) refleja la situación real, política y económica de nuestra
patria”. Jesús Hernández (otro dirigente del PCE) discrepa: “No estoy conforme
(…) los datos son muy dudosos (…) lo que se dice sobre la crisis del fascismo
español (…) es una fantasía”. Los jefes Manuilski y Dimitrov asienten a lo
dicho por Hernández. Ibarruri los ve, vacila y se vuelve a levantar para decir:
“Estoy de acuerdo con Hernández, si antes me expresé de otra manera fue por no
contradecir al camarada Díaz”. Todos los presentes quedan perplejos ante el
cambio radical de opinión de ‘Pasionaria’. José Díaz vuelve a tomar la palabra
dirigiéndose a Ibarruri: “¿Por qué no has dicho esto en tu primera intervención
o en mi despacho cuando antes te leí mi informe y te pedí tu opinión?” (88-89).
Esta situación deja en evidencia que llevar la contraria a los jefes puede
acarrear trágicas consecuencias y, por tanto, más vale decir lo que sea para
mostrarse de acuerdo con ellos; y que Ibarruri estaba muy pendiente de los
jefes para estar de acuerdo con ellos aun cuando acabara de decir lo contrario.
Cuando ya ha comenzado la II Guerra
Mundial. En Moscú un grupo de gente habla en la calle. Se acercan uniformados
con pistola y preguntan: “¿De qué hablan camaradas? De la guerra, camarada (contestan).
¿Y qué decían? Silencio. ¿Qué decían? Que la situación es grave, camarada.
¿Quién decía eso? Yo camarada… Un hombre muerto en el suelo, y en el suelo un
charco de sangre… Al poco, la sirena de una ambulancia” (189).
En la página 330, Enrique Castro
Delgado, que ya ha caído en desgracia ante los delegados españoles de la
Komintern (encabezados ya por ‘Pasionaria’) explica que le han ofrecido
redimirse trabajando de obrero en una fábrica: “14 horas de trabajo; tres
platos diarios de agua caliente con algunos trozos de berzas; ritmos de trabajo
que hacen pensar que Ford y Citroën eran buenas personas (…); 10 rublos diarios
de jornal; 30 por ciento de descuentos por diferentes conceptos; vigilancia
odiosa de seis ojos entrenados para ver qué pasa e interpretarlo: los del
secretario del Partido, los del secretario del sindicato y los de la NKVD…, que
te pueden acusar de producción escasa y sabotaje (…) y teniendo que responder
siempre que soy un ciudadano del país de la felicidad”. Varias veces Castro Delgado
y su mujer, Esperanza, repiten: “El socialismo es un inmenso campo de
concentración”.
Pequeñísimo extracto del muy
recomendable y revelador ‘Mi fe se perdió en Moscú’, libro que explica cómo era
la vida en el país del socialismo, donde no había clases sociales y todo era
felicidad. Contado de primerísima mano por uno que en 1939 llegó convencido de
la perfección del comunismo.
CARLOS DEL RIEGO


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