miércoles, 12 de noviembre de 2025

‘MI FE SE PERDIO EN MOSCÚ’, EL LIBRO QUE CUENTA LA EXPERIENCIA Y DESENGAÑO DE UN COMUNISTA ESPAÑOL

 


Enrique Castro Delgado, autor de 'Mi fe se perdió en Moscú', libro donde muestra su desencanto y decepción al conocer de primera mano el 'paraíso socialista'

 


José Diaz y Dolores Ibarruri, que se convirtió en secretaria del PCE

 tras el suicidio de Díaz

En marzo de 1985 llegó a Secretario General del Partido Comunista de la URSS Mijail Gorbachov, con lo que se inició el proceso de demolición del país del comunismo; la escenificación del colapso se produjo el 9 de noviembre de 1989 con la caída del Muro de Berlín.  El dirigente comunista Enrique Castro Delgado se exilió al acabar la Guerra Civil Española y llegó a Moscú el mismo 1939. Caído en desgracia, consiguió huir a México, donde escribió en 1964 el revelador libro ‘Mi fe se perdió en Moscú’

 

La primera parte del libro se titula ‘Mi llegada al país de la felicidad’. Al principio dice eufórico: “Ya estoy en Moscú. El mundo capitalista queda allá con su miseria y su explotación. He salido de un infierno. Ahora estoy en el país del socialismo, donde todos somos iguales. Mis sueños se han convertido en realidad. Ayer todo lo veía a través de los libros y revistas; desde hoy lo veré a través de los hombres y las cosas” (pág. 13).

 

Poco a poco va viendo por sí mismo. “También aquí existe el principio religioso de pecar y hacer penitencia (…) pero no se admite pecar, hacer penitencia y volver a pecar. Aquí la penitencia empieza y nunca termina… Y para no tener que hacer una penitencia que se transmite de padres a hijos, lo mejor es no pecar nunca (…). Es fácil: decir que el mundo capitalista es un infierno, que Stalin no se equivoca nunca y aplaudir siempre que en se pronuncia su nombre; creerse las estadísticas, la democracia y el bienestar soviético… Es una ley general. Y quien la cumple sube y sube y sube. Y quien no la cumple baja y baja y baja (69). “Me habían hablado de muchas cosas (…). El socialismo no es sólo la eliminación de las clases. Debe ser el bienestar de los hombres (…). Pero el bienestar sólo ha llegado a unos cuantos (…): a los funcionarios del Partido, a los del Gobierno, a los de los sindicatos, a los miembros del ejército y de la NKVD” (96).

 

Miembros españoles de la Komintern visitan a sus compatriotas que trabajan en las fábricas de Jarkohv, Krematorsk y Vorochilogrado: “¿A qué obedecerá que la mayoría de directores de fábricas, altos funcionarios del gobierno, del partido, de los sindicatos y generales del ejército estén tan excesivamente gordos? (99). En la fábrica de Krematorsk (donde viven y trabajan cientos de españoles) de catorce niños que nacieron en un año sólo quedan vivos dos. Ambos son un estudio anatómico. ¿Cómo es que han muerto tantos? ‘Con nuestro salario (responden) no podíamos pagar la ‘casa cuna’, donde reciben la leche necesaria para que nuestros niños vivan’ (101). Hemos hablado con el director de la fábrica… Que trabajen más y ganarán más (dijo)” (102).

 

El autor describe a los obreros como harapientos, famélicos, encorvados, cansados y tristísimos en varias ocasiones. E insiste en que nadie, ni el gobierno, ni los sindicatos, ni los directores de las fábricas, ni los delegados del Socorro Rojo hacen nada de nada. Como mucho redactan informes que se van pasando unos a otros sin que nada cambie para los desdichados españoles que se creyeron que emigraban al “país de la felicidad, al país del socialismo”. Dicen los funcionarios del gobierno, de los sindicatos, de Socorro Rojo…: “No tenemos ropa de invierno que darles. Las peticiones de ayuda económica debe aprobarlas el Comité Ejecutivo. Estamos estudiando la situación y la forma de solucionarla. El Socorro Rojo no puede dar dinero siempre…” (105). “Nuestros compatriotas tratan de mantener a sus familias (…), tuberculosis, mortandad, perdida la esperanza después de haberla perdido en otros… (…) ¿Qué piensan de la URSS, del régimen soviético, del socialismo? (…) Se limitan a pensar en la hora de regresar a España… a esa España de la que se habla poco y se quiere más que nunca” (106).      

 

El secretario del PC de España, José Díaz, va a exponer su informe sobre la situación política y económica de España ante los integrantes de la Komintern, es decir, de la Internacional Comunista, el órgano que agrupa en Moscú a todos los representantes comunistas de los países donde el comunismo fue derrotado y expulsado: Alemania, Italia, Checoslovaquia, Ucrania, Polonia, Francia , Hungría, Bulgaria, España…; los jefes son el ucraniano Dimitri Manuilski y el búlgaro Gueorgui Dimitrov, que son los que mandan e informan al Kremlin y a la NKVD (policía política). Díaz lee su informe. Cuando terminan los traductores pregunta si alguien quiere decir algo. Dolores Ibarruri se levanta, mira su cuaderno de notas en el que no hay escrita ni una palabra y dice: “Estoy totalmente conforme con lo expuesto por el camarada Díaz (…) refleja la situación real, política y económica de nuestra patria”. Jesús Hernández (otro dirigente del PCE) discrepa: “No estoy conforme (…) los datos son muy dudosos (…) lo que se dice sobre la crisis del fascismo español (…) es una fantasía”. Los jefes Manuilski y Dimitrov asienten a lo dicho por Hernández. Ibarruri los ve, vacila y se vuelve a levantar para decir: “Estoy de acuerdo con Hernández, si antes me expresé de otra manera fue por no contradecir al camarada Díaz”. Todos los presentes quedan perplejos ante el cambio radical de opinión de ‘Pasionaria’. José Díaz vuelve a tomar la palabra dirigiéndose a Ibarruri: “¿Por qué no has dicho esto en tu primera intervención o en mi despacho cuando antes te leí mi informe y te pedí tu opinión?” (88-89). Esta situación deja en evidencia que llevar la contraria a los jefes puede acarrear trágicas consecuencias y, por tanto, más vale decir lo que sea para mostrarse de acuerdo con ellos; y que Ibarruri estaba muy pendiente de los jefes para estar de acuerdo con ellos aun cuando acabara de decir lo contrario.

 

Cuando ya ha comenzado la II Guerra Mundial. En Moscú un grupo de gente habla en la calle. Se acercan uniformados con pistola y preguntan: “¿De qué hablan camaradas? De la guerra, camarada (contestan). ¿Y qué decían? Silencio. ¿Qué decían? Que la situación es grave, camarada. ¿Quién decía eso? Yo camarada… Un hombre muerto en el suelo, y en el suelo un charco de sangre… Al poco, la sirena de una ambulancia” (189).

 

En la página 330, Enrique Castro Delgado, que ya ha caído en desgracia ante los delegados españoles de la Komintern (encabezados ya por ‘Pasionaria’) explica que le han ofrecido redimirse trabajando de obrero en una fábrica: “14 horas de trabajo; tres platos diarios de agua caliente con algunos trozos de berzas; ritmos de trabajo que hacen pensar que Ford y Citroën eran buenas personas (…); 10 rublos diarios de jornal; 30 por ciento de descuentos por diferentes conceptos; vigilancia odiosa de seis ojos entrenados para ver qué pasa e interpretarlo: los del secretario del Partido, los del secretario del sindicato y los de la NKVD…, que te pueden acusar de producción escasa y sabotaje (…) y teniendo que responder siempre que soy un ciudadano del país de la felicidad”. Varias veces Castro Delgado y su mujer, Esperanza, repiten: “El socialismo es un inmenso campo de concentración”.

 

Pequeñísimo extracto del muy recomendable y revelador ‘Mi fe se perdió en Moscú’, libro que explica cómo era la vida en el país del socialismo, donde no había clases sociales y todo era felicidad. Contado de primerísima mano por uno que en 1939 llegó convencido de la perfección del comunismo.

 

CARLOS DEL RIEGO

No hay comentarios:

Publicar un comentario