En los primeros contactos hubo de todo, violencia y comercio pacífico
Hace cinco siglos España estaba
inmersa en la asombrosa empresa del descubrimiento y la exploración del Nuevo
Mundo. Año tras año se iban sucediendo los acontecimientos, las expediciones,
los hallazgos. En 1518 partió de Cuba la segunda incursión a la América
continental; los españoles eran los únicos no americanos que pisaban aquellas
tierras
Hubieron de pasar 25 años desde el
descubrimiento hasta que los españoles se decidieron a internarse en Norteamérica,
en la entonces absolutamente desconocida Tierra Firme, pues hasta entonces sólo
habían explorado las islas. En 1517 Hernández de Córdoba había sido el primero
en explorar esas tierras ignotas para el resto del mundo, y al año siguiente
fue la expedición de Juan de Grijalva la que se aventuró a lo desconocido,
aunque sí sabían que les esperaban grandes “hambres, trabajos y heridas”. En
abril de 1518, a bordo de cuatro barcos, 240 hombres iniciaron otra aventura
histórica. Hoy, más de medio milenio después, aun no se ha valorado tal
prodigiosa hazaña. En todo caso, para recordar aquel episodio, conviene ponerse
el casco, la coraza y las circunstancias, y luego escuchar a un testigo ocular,
Bernal Díaz del Castillo, que lo contó y describió todo en su imprescindible
obra ‘Historia verdadera de la conquista de la Nueva España’.
Tras unos días de navegación y con la
excitación de la novedad absoluta y el miedo a lo desconocido, llegaron a la
isla de Cozumel. Echan pie a tierra cautelosos, avanzan y llegan a un poblado
en el que sólo hay dos ancianos, pues el resto ha huido al verlos. Unos indígenas
capturados el año anterior por Hernández de Córdoba sirven de intérpretes; piden a los viejos que vayan tranquilamente a decir
a los demás que no hay que temer. Se van y no vuelven. Aparece una india que
habla en la lengua de Jamaica que, por ser parecida a la de Cuba, algunos la
entienden; les cuenta que iba en un barco hacia Jamaica, pero naufragó y
algunos consiguieron llegar a la isla, donde sacrificaron a todos excepto a
ella. Los españoles la enviaron en busca de los del poblado, pues no tienen
nada que temer. Al poco llegó ella sola diciendo que tienen miedo y no vendrán.
Así, vuelven a embarcar, incluyendo la mujer jamaicana, que voluntariamente dejó
la isla.
Al divisar las costas de la península
de Yucatán también observan que en la costa se han reunido muchos “indios de
guerra” de los que el año anterior atacaron, causaron muchas bajas e hicieron huir a la expedición de Hernández de
Córdoba. Así describe la situación Bernal Díaz del Castillo: “a esta causa
estaban muy ufanos y argullosos, y bien armados a su usanza, que son arcos,
flechas, lanzas tan largas como las nuestras y otras menores, y rodelas y
macanas y espadas como de a dos manos, y piedras y hondas y armas de algodón, y
trompetillas y atambores. Y los más dellos, pintadas las caras de negro y otros
colorados y de blanco, y puestos en concierto”, y para que nada faltara, el
griterío amenazante. Aquella visión debió acongojarlos… Con todo, desembarcan
la mitad (seguro que no fueron voluntarios), armados con cañones pequeños,
arcabuces, ballestas y espadas…, y el sudor frío del miedo recorriéndoles la
espalda. Apenas puesto pie a tierra, son recibidos con una cerrada lluvia de
flechas y lanzas, de modo que antes de que todos hubiesen desembarcado ya había
muchos heridos. Los españoles se defienden y “les causan mucho mal”, pero la
rociada de proyectiles no amaina, a pesar de lo cual se termina el desembarco.
Entonces la cosa cambia y, a base de estocadas y ballestas, los hacen
retroceder. También rememora Bernal que por allí había un enjambre de
langostas, que con el ruido se levantaron y cayeron sobre ellos, de modo que no
había modo de ver ni de asomarse, y que no se sabía muy bien si lo que venía
era proyectil o langosta. Tras reorganizarse, se adentran en tierra pero al no
encontrar más que pueblos abandonados
vuelven a los barcos. Balance del encuentro: siete muertos y sesenta heridos,
entre ellos Grijalva, el capitán, que recibió tres flechazos y perdió varios
dientes.
Tres días después, ya en el
continente, remontan un río (río de Grijalva) hasta que se encuentran con
muchos indios en canoas y en tierra. Llevan visibles sus armas y penachos de
guerra y se ven también “mamparos, fuerzas y palizadas”. Con los tiros
(cañones), escopetas y ballestas apuntando, Grijalva, por medio de los dos
indios que iban con ellos, les dice que no tengan miedo, que sólo quieren
hablar e intercambiar cosas. Se acercan caciques y papas (sacerdotes), los
españoles les dicen que vienen de lejos y les hablan de su señor (Carlos I), a
lo que los indios principales contestan que ya tienen señor, que hagan los
trueques y se larguen, y que tienen más de veinte mil guerreros listos para el
combate. Finalmente se impone la diplomacia y se acuerda hacer las paces; los
españoles respiran, comen y beben. Durante los intercambios los indios hablan
de un lugar rico y con mucho oro al oeste: “México, México”, repiten sin que
los españoles tuvieran idea de qué era eso. Sin lucha, volvieron a embarcar. En
el siguiente encuentro, también pacífico, escucharon por vez primera el nombre
de Moctezuma, gran señor que ya sabe de su llegada, que quiere conocer sus
intenciones y si son los ‘teules’ (dioses) con barba de los que habla la
profecía. Con buenas sensaciones remontan otro río (río de Banderas), donde
vieron otra gran multitud de indios en actitud amistosa. Con precaución y las
armas listas, bajaron a tierra, donde volvieron a rescatar oro, o sea,
cambiarlo por piedras brillantes que los nativos apreciaban mucho (las verdes y
azules tenían gran valor ritual). Al terminar volvieron a embarcar.
Desde las naves vieron varias islas.
De una salía mucho humo, así que allí desembarcaron. De inmediato se toparon
con templos con gradas, y en ellos los restos de cinco indios recién
sacrificados: “Estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los
muslos, y las paredes de las casas llenas de sangre. De todo lo cual nos
admiramos en gran manera”, cuenta Bernal. Volvieron a los barcos, donde hablarían
de lo que habían visto y, seguro, alguno no durmió esa noche. Al poco volvieron
a tierra firme, donde les esperaban muchos indios con abundantes piezas de oro
para cambiar por esas cuentas brillantes que tanto les gustaban y llamaban
‘chalchivites’. Encontraron otro adoratorio donde vieron los torsos abiertos de
dos indios, y restos y sangre por todas partes. Entendieron que el sacrificio
era algo cotidiano en aquellas tierras, lo que, sin duda, debió provocarles
escalofríos.
También explica Díaz del Castillo que “con los muchos mosquitos que había no
nos podíamos valer”. E igualmente remarca el día que hacía buen tiempo, ya que
llovía diario, por lo que se mojaba la pólvora y no podían usar cañones y
arcabuces; y a todo esto, siempre con todo el hierro, armas y protecciones
encima, con calor asfixiante y altísima humedad… Los expedicionarios ya habían
comprobado entonces que estaban en tierra firme, no en una isla. Enviaron entonces
un barco a Cuba para pedir socorro (17 muertos y muchos heridos) y entregar el
oro conseguido. Los tres barcos restantes volvieron a costear por el Golfo de
Méjico. Se acercan a la desembocadura de un río, donde “vinieron de repente por
el río abajo obra de veinte canoas muy grandes, llenas de indios de guerra, con
arcos y flechas y lanzas”, los cuales atacaron al navío más pequeño; sin
embargo, los rechazaron y, acto seguido, volvieron al mar. Más adelante
decidieron regresar a Cuba, pero antes tuvieron que fondear para reparar un
barco que hacía mucha agua; mientras, llegaron muchos indios de diversos
pueblos con piezas de oro bajo para cambiar por cuentas verdes.
Así terminó la segunda expedición
europea a Tierra Firme de América del Norte. El viaje tiene de todo, misterio e
incertidumbre, batallas sangrientas y encuentros pacíficos. ¡Qué aventura!
CARLOS DEL RIEGO