Existe el convencimiento generalizado de que el dóping abunda tanto en el ciclismo como la corrupción en la política |
En las últimas décadas ha sido muy raro el mes que
transcurriera sin alguna noticia relacionada con la corrupción de los
políticos, es algo qua ya no sorprende y que se da por seguro (o casi) incluso
entre las opiniones más moderadas. Por buscar una analogía siempre tan de
actualidad como la de los servidores públicos trincones, se puede decir que la
deshonestidad de esta clase privilegiada equivale al dopaje en el ciclismo.
Así, a día de hoy (febrero 2013) el sentimiento generalizado es que, si no
todos, la mayoría de los ciclistas utilizan o han utilizado sustancias y
procedimientos prohibidos y catalogados como doping; e igualmente hay
convencimiento general de que, si no todos, sí casi todos los equipos ciclistas
integran a más o menos sospechosos, imputados o ya castigados. Pues en el
terreno político ocurre lo mismo: existe la sensación en amplísimas mayorías de
la población de que cerca de la totalidad de los que se dedican a esta
actividad están más o menos pringados; y por supuesto, es evidente que no hay
partido que no haya tenido que dar muchas explicaciones, tragarse sapos y hacer
frente escándalos financieros. Parece absolutamente ocioso empezar a recordar
casos en los que han estado implicados cargos públicos adscritos a todas las
formaciones políticas, y del mismo modo los gerentes y máximos dirigentes de
las mismas; curiosamente éstos siempre se escudan en aquello de que “yo no
sabía nada”, es decir, en este caso no tienen reparos en hacerse pasar por
mindundis y autoproclamarse cantamañanas que no se enteran de nada y a los que
todos engañan.
Una vez pillado, el corrupto-dopado primero niega y proclama
indignado su inocencia aun con pruebas abrumadoras en su contra; después hay
veces que amenaza con tirar de la manta, con enchufar el ventilador para que la
suciedad salpique a muchos, tal vez tratando de perderse en una muchedumbre de caraduras,
pero a la larga sus palabras son mucho ruido y pocas nueces. Y también es común
entre el ciclista y el gobernante tratar de justificarse asegurando que todos
lo hacían y lo hacen, y que quien no se metiera gasolina prohibida o echara
mano a la caja no tenía nada que hacer ya fuera en la carretera o en los
pasillos, despachos y salones de las instituciones.
Sea como sea, que los presuntos servidores públicos están a
la que salta es evidente. Unos se lo llevan a la tremenda, pensando
estúpidamente que nadie notará nada nunca, pero otros son más sibilinos y
arteros, puesto que simplemente aceptan sobresueldos y complementos de todo
tipo bajo una apariencia legal, siendo la cosa algo así como una sisa
institucionalizada y regularizada por ley; de este modo se puede dar el esperpento
de que el presidente del gobierno cobre un suplemento destinado a diputados sin
residencia en Madrid mientras vive en el palacio presidencial con todos los
gastos pagados…, esto es una inmoralidad que bien puede señalarse como
corrupción legalizada e institucionalizada. Sería una auténtica sorpresa, en
todo caso, que hubiera un partido de ámbito nacional que no se hubiera visto
imputado en corrupciones, corruptelas o ilegalidades, pero está claro que todos
participan de las legales.
Eso sí, a diferencia de los ciclistas, los gobernantes
tienen el privilegio de otorgarse beneficios y asignarse sueldos y pluses sin
que haya quien se oponga, puesto que, curiosa aunque no sorprendentemente,
jamás se produce la mínima discrepancia entre los partidos y sus representantes
cuando se debate en torno a los dineros que han de percibir los integrantes de
la casta privilegiada.
Pero lo peor de tan común asunto, lo verdaderamente
desalentador es que, en caso de que los chorizos sean cazados, al final no pasa
nada, se soluciona todo entre abogados, jueces y fiscales que se reúnen en
oscuro aquelarre con quién sabe qué intenciones. Pero al terminar la cosa, el
sinvergüenza se va tan tranquilo: paga una multa, dos años de libertad
vigilada, amenaza de cárcel a la próxima, inhabilitación..., y ese es todo su
castigo, puesto que jamás devuelven el dinero robado. Será por eso que gustan
tanto las películas en las que los malos pagan sus fechorías: porque en la vida
real eso no pasa casi nunca, y por eso el ciudadano quiere ver al malo pasarlo
mal aunque sea en la ficción.
CARLOS DEL RIEGO