A él lo mataron por tener opiniones contrarias y a ella por estar allí, y hubieran matado a los niños sin sentir otra cosa que el frío del gatillo |
Uno
va por la calle con su pareja. Acaban de salir del bar comentando las cosas del
día a día. Notan pasos pero apenas reparan. Súbitamente, dos tiros a
quemarropa. Una décima de segundo antes, ¿se darían cuenta de lo que pasaba?,
¿tendrían conciencia de su próxima muerte aunque fuera un pensamiento fugaz?,
¿escucharían Alberto y Asunción las detonaciones antes de caer? Hay que ponerse
en ese lugar en aquel momento en aquella circunstancia, es decir, es preciso
pensar que aquello pudo ocurrir a cualquiera. Él tenía ideas contrarias a las
de los asesinos, y ella…, pues estaba allí. Tales fueron las imperdonables
culpas de los ejecutados, o sea que, en realidad, cualquiera pudo haber
recibido aquellos tiros si hubiera tenido la mala suerte de haber estado en ese
lugar en aquel momento, puesto que a los que dispararon no les importaba lo más
mínimo liquidar a este o a esta, a aquel o a aquella. “No sabíamos quién era la
que iba con él, pero la matamos también”, así lo declararon las alimañas sin el
mínimo remordimiento, sin ese rasgo humano que consiste en identificarse con la
desgracia del semejante; de esa brutal afirmación se desprende un hecho:
cualquier persona, independientemente de su ideología o sus simpatías, hubiera
recibido el balazo en la cabeza en aquel momento. Y es que el contaminado
cerebro de los descerebrados cafres era absolutamente incapaz no ya de albergar
un ápice de humanidad y empatía, sino que había perdido el privilegio
exclusivamente humano de pensar.
Con
motivo de los veinte años transcurridos de aquel acto de cobardía fanática tan
al estilo de las SS, se organizó un pequeño homenaje al joven matrimonio (treinta
y tantos años tenían) y un acto de apoyo a sus hijos, niños entonces y que han
crecido sin padres. Pero unos auténticos malnacidos rechazaron tomar parte en
algo tan simple y humano como es dedicar unos segundos al recuerdo de dos
inocentes masacrados, al revés, hicieron notar su ausencia, dando a entender
que sus simpatías están con los pistoleros, no con las víctimas. Demostraron
así su catadura moral. Pero lo que choca es que esos indeseables (entre los que
destacan los dirigentes de ciertos partidos políticos) son los mismos que
exigen justicia por los crímenes franquistas de hace 50 años, los mismos que se
rasgan las vestiduras por los muertos (de un bando) de la Guerra Civil Española
de hace 80, los mismos que se cabrean con su país por lo acaecido en América
cinco siglos atrás… ¿Cómo puede alguien enfadarse por las muertes acaecidas
hace quinientos años (la mayoría por enfermedad) y no sentir ni un miligramo de
lástima por los que fueron tiroteados, como quien dice, la semana pasada?
Resulta
extremadamente difícil entender y asumir tan contradictorias opiniones, tan
disparatadas percepciones de la realidad en la misma persona. De todos modos,
seguro que alguno de esos políticos y alguno de sus simpatizantes sí que
sienten pena por Alberto y Asunción, pero no se atreven a manifestarlo en voz
alta por el miedo a que les tachen de facha. Y es que, cuando la ideología ha
invadido y contaminado el pensamiento, la persona deja de ser verdaderamente
libre, ya que su creencia se antepone a todo acto…, tal y como muy
acertadamente lo expresó el filósofo alemán Ernst Jünger (tachado de marxista
por los nazis y de pronazi por los comunistas): “El primer paso hacia la
verdadera libertad consiste en desembarazarse de la ideología política”.
“No sabíamos quién era pero la matamos
también”, rugieron las bestias, lo que quiere decir algo así como “te
hubiéramos liquidado a ti y a tus hijos sin pestañear, sin preguntar por tus
gustos o creencias, si hubieras allí en aquel momento”. Desconcierta, descoloca
que alguien se sienta más cercano al verdugo que a la víctima. Pero es así, así
sucede.
CARLOS
DEL RIEGO