Los administradores públicos usan el dinero de todos sin tener en cuenta que no es suyo, a veces para embolsárselo, y otras para despilfarrarlo |
Que quienes han sido escogidos para dirigir y
administrar se dediquen a meter mano en la caja o adjudicar obra pública a
conveniencia a cambio de un tanto por ciento (entre otra infinita lista de
posibilidades de trinque), es algo que suele causar ligero desagrado entre el
personal que ha de escotar para mantener en marcha el país. Los casos y
modalidades de afananza, fraude, expolio, hurto, apropiación…, con que la
prensa sobresalta a diario al currito pagano son verdaderamente abundantes.
Sin embargo, siendo preocupante este fenómeno de la
distracción dineraria (tan humano como la hipocresía o la mentira), en realidad
causa menos perjuicio al prójimo que el poco difundido y menos perseguido de la
corrupción con respaldo legal. Y es que están dentro de la ley múltiples
prácticas terriblemente onerosas para la ciudadanía que, inexplicablemente, se
aceptan con total normalidad. Dentro de esas sustracciones legales de fondos de
todos (que no rechaza ninguno de los beneficiados sea de la creencia política
que sea) existen ilimitadas variantes. Así los beneficios que señoras y señores
señorías se asignan alegremente, como lo de los viajes sin límite ni justificación que pueden cargar sin problemas
a las cuentas públicas. Así los pagos en forma de sobresueldo o gratificación,
primas, premios y demás extras que se reparten entre altos y bajos cargos a
costa del dinero público. Así los pluses en forma de dietas, vivienda,
transporte…, que se añaden a los pingües sueldos de miles de supuestos
servidores públicos; incluso en no pocos casos se les paga hasta la comida; por
cierto, cuando la cámara o parlamento que sea debate sobre una subida de sueldo
de sus parlamentarios, suele darse una unanimidad que bien podría tildarse de
complicidad. Así las abultadas jubilaciones con que se retiran los diputados
nacionales y senadores tras unos pocos años de trabajo; e igualmente los expresidentes de las comunidades
autónomas: son diecisiete entes produciendo ‘ex’ continuamente, cada uno de los
cuales ingresará cincuenta, sesenta o setenta mil del ala cada año durante los
que le queden de vida; paradigmático es el caso de José Constantino Nalda, que
fue presi de Castilla y León durante ocho meses (de noviembre del 86 a julio
del 87), pasados los cuales se ha venido embolsando aquellas cantidades a
cambio de estar mano sobre mano. Así los no pocos institutos, consejos,
agencias y organismos oficiales que, con cargo al presupuesto del estado,
sirven de coartada para seguir pagando a políticos amortizados.
Son sólo unas muestras, pues existe una inacabable
variedad de modos de trasegar dinero de cuentas públicas a privadas, y los que
tienen acceso a esos cuartos las aprenden rápido.
Y qué se puede decir acerca de las numerosas y desconcertantes
subvenciones que otorgan prácticamente todas las administraciones (además de
las cantidades para sociedades o fundaciones afines). El pagano de nómina no
tiene más remedio que resignarse al pataleo cuando se entera de los miles o
millones que se entregan para causas dudosas, algunas de las cuales son
verdaderamente de traca: dos millones para estudiar la bicicleta como medio de
transporte sostenible, no para construir carriles bici, regalarlas o mejorar el
equipamiento, nada de eso, sólo para estudiarlas; poco menos para estudiar la
educación bilingüe en varias regiones amazónicas; cientos de miles para el
fortalecimiento del sistema de planificación institucional de la Procuraduría
General de la República Dominicana (literal); ¿y los trescientos mil destinados
a la mejora de la producción agrícola mediante la resolución de conflictos con
los hipopótamos en Guinea-Bisau? (no es coña). Y se podría seguir y seguir,
pasando de la risa a la indignación y viceversa.
A ello hay que añadir el intolerable pero tolerado
caso de los paraísos fiscales, que también están consentidos y, por tanto,
aceptados por las legislaciones internacionales; poner ejemplos es ocioso,
baste recordar que en Gibraltar o Luxemburgo hay más empresas que habitantes. Lo
mejor del caso es que esos pequeños países que viven como parásitos adosados a
otros más grandes se aprovechan de las ventajas que proporcionan los recursos
pagados por los ciudadanos que cotizan en el estado parasitado y, a la vez, los
critican y miran por encima del hombro por no poder superar las crisis. Esto es
otro modo de corrupción legal.
Desgraciadamente,
lo más probable es que gran parte de la población obraría igual que los
dirigentes manilargos en caso de tener ocasión, es decir, que la proporción de
políticos que sisan y se pasan la ley por ahí no será mucho mayor que la de
personas de a pie que hacen lo mismo en cuanto tienen ocasión. Afortunadamente
también hay mucha gente honrada y trabajadora que jamás se permitiría ni
dispendios ni hurtos.
CARLOS DEL RIEGO