OPINIÓN

HISTORIA

miércoles, 15 de mayo de 2019

HACE 1080 AÑOS RAMIRO II DE LEÓN HUMILLÓ AL CALIFA ABDERRAMÁN III EN LA BATALLA DE SIMANCAS

Territorio del Reino de León tras la victoria de Ramiro II en la batalla de Simancas (ilustración de Ramón Chao).


Corría el año 939. Aproximadamente tres cuartos de la Península Ibérica estaban dominados por el Califato de Córdoba, el resto era, casi todo, el Reino de León. Aquel año, el Califa Abderramán III, irritado, indignado por las victorias de Ramiro II de León, organizó un gigantesco ejército para demostrar quién mandaba realmente en la península. La batalla tuvo lugar en Simancas

Abderramán III se había proclamado califa independiente de Bagdag diez años antes, en 929; había fundado el Califato de Córdoba, un reino poderoso y admirado en todo occidente, y ello a pesar de las rencillas y disputas internas a las tuvo que enfrentarse, y al constante incordio de los reyes de León, siempre empeñados en empujar la frontera hacia el sur. Ramiro II era un tipo de armas tomar (cuando atrapó a los traidores que querían usurparle el reino no dudó en sacarles los ojos, incluyendo a su hermano Alfonso IV); y en los veinte años de su reinado apenas dejó pasar alguno sin campaña contra los sarracenos; “no sabía descansar” dice de él la Historia Silense

Ramiro había conquistado Osma (además de otras muchas acciones bélicas exitosas) y tomado la fortaleza de Margerit (Madrid), a un paso de Toledo, la idealizada capital de los godos. Al orgulloso Abderramán (cuya madre era vascona) los triunfos de ese “diablo, perro, puerco, tirano Ramiro” (calificativos con que lo ‘adornan’ las crónicas musulmanas) le parecieron inadmisibles, de modo que organizó un gigantesco ejército, llamando a la yihad para castigar al ‘enemigo de Dios’. Soldados propios, mercenarios e infinidad de voluntarios de todos los territorios dominados por los musulmanes conformaron un ejército de un tamaño jamás visto en la península, entre ochenta mil y cien mil hombres para emprender la ‘Campaña del supremo poder’. Tan convencido estaba de su triunfo que ordenó oraciones a Alá en todas las mezquitas del califato para agradecer la próxima y segura victoria. Ramiro contó con su ejército y con tropas castellanas aportadas por el conde Fernán González, navarras y de otras regiones cercanas al Duero.

A finales de julio del año 939, las dos huestes se encontraban casi frente a frente cerca de Simancas (Valladolid), preparándose para la batalla; sin embargo, consta que hacía el 20 de julio se produjo un eclipse de sol (del que hay datos de cronistas de uno y otro bando y que también fue visto en Alemana e Italia), con lo que todo el mundo se quedó a la espera. Kitab Al Raud cuenta: “hubo un espantoso eclipse de sol (…) que llenó de terror a los nuestros y a los infieles (…) Dos días pasaron sin que unos y otros hicieran movimiento alguno”. Pasado el susto, a principios de agosto se desataron las hostilidades. Las bajas fueron abundantes en el bando musulmán y en el cristiano, pero la segunda parte de la batalla fue terrible para los caldeos (también los llamaban amorreos, bárbaros…). Al parecer, el ejército califal había sido reclutado demasiado deprisa; el cronista Ibn Hayyan habla de incompetencia de los mandos militares, e incluso enfrentamientos y recelos entre unos y otros generales que desembocaron en vergonzosas retiradas (muchos fueron ejecutados al llegar a Córdoba). El caso es que, en su huida, el ejército de Abderramán enfiló hacia un paraje llamado La Alhóndega (ya en Soria), donde se encontró con tremendos precipicios. Escribió el cronista Al Muqtabis: “… y en la retirada el enemigo los empujó hacia un profundo barranco (…) del que no pudieron escapar, despeñándose muchos y pisoteándose de puro hacinamiento”. El propio Abderramán III se vio obligado a huir a toda prisa y herido (“semivivus evasit”), ni siquiera tuvo tiempo de desmontar su lujosa tienda, ni de llevarse el valiosísimo ejemplar de El Corán que le habían traído de Oriente, ni su famosa cota de malla tejida con hilo de oro, ni las mujeres que conformaban su harén personal (que, despavoridas, corrían diseminadas por los campos)…, todo cayó en manos de Ramiro, que con gran botín y numerosos cautivos regresó triunfante a León.

De tan grande enfrentamiento se supo en toda Europa, y existen varios textos de diversas procedencias que hablan de tan sonado triunfo cristiano (alguno de los cuales habla de ‘Radamiro, cristianísimo rey de Galicia”), del eclipse, de las incontables bajas en el ejército del califa…Lógicamente, a raíz de la batalla, el territorio dominado por el Rey de León desplazó su frontera hacia el sur del río Duero, una zona a la que se llamó ‘extrema Dorii”, luego Extremadura, repoblándose ciudades y campos.

Además de los errores de reclutamiento y organización del ejército de Abderramán, los historiadores musulmanes hablan de la caballería pesada leonesa como factor determinante en la batalla. Hay que imaginarse a trescientos o cuatrocientos jinetes protegidos de la cabeza a los pies por pesadas armaduras de hierro que, según la estrategia de Ramiro, debían esperar el momento oportuno para entrar en acción; entonces, cuando la infantería enemiga lleva horas combatiendo, los caballeros leoneses reciben la orden de ataque: no cabalgan, no corren, sino que avanzan despacio, apenas al trote, todos juntos, como una máquina enorme y pesada que se lleva por delante todo lo que encuentra a su paso sin sufrir bajas. No es de extrañar que, al ver ‘aquello’ acercarse y escuchar cómo retumbaba la tierra, el enemigo entrara en pánico y huyera en desbandada.
La victoria en Simancas está considerada como una de las más meritorias y trascendentes de toda la Edad Media europea. Como detalle final se puede añadir que Ramiro entabló posteriormente pactos con el califa y, como muestra de buena voluntad, dos años después le devolvió su preciado Corán (doce tomos), así como otros objetos de gran valor y algunas decenas de prisioneros. Este gesto fue muy valorado en Córdoba, que se lo agradeció enviando embajadores a León para dar gracias en nombre del Califa Abderramán III.    

CARLOS DEL RIEGO


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