La lucha entre españoles es habitual desde la Prehistoria, como demuestra esta pintura rupestre levantina de hace alrededor de 8.000 años (Abrigo de Les Dogues) |
Se
atribuye al prusiano Otto von Bismarck la frase “España es el país más fuerte
del mundo, pues los españoles llevan siglos intentando destruirla sin conseguirlo”;
en realidad esta reflexión parece más apócrifa que otra cosa y de ningún modo
existe constancia de que el canciller la expresara, sin embargo, este
pensamiento se ajusta a la perfección con el ser de muchos, muchísimos
españoles que han protagonizado la larga y agitada historia de este país; y
casi siempre, el deseo de poder, el ansia de mandar sobre un espacio y unas
gentes han sido la causa que ha motivado a los que han desafiado a las
autoridades para situarse como amos y señores.
Basta
con echar un vistazo superficial a la biografía de España para encontrarse con
que gran parte de sus naturales no han dejado de darse mamporros entre ellos desde
la Edad de Piedra; y así lo demuestran las pinturas prehistóricas del arco
mediterráneo español. Saltando en el tiempo se llega a la época de los godos,
cuya estancia en Hispania es sinónimo de combate permanente, con traiciones
infinitas y una única meta, la corona, el cetro, el poder; asimismo se puede
recordar que la etapa de los visigodos en España terminó con la traición del
conde don Julián que, contrariado por no haber recibido los privilegios, las
tierras, los títulos y honores de los que se sentía acreedor, prefirió la
entrega de todo el reino antes que verlo en manos ‘enemigas’. Después, además
de la guerra continua contra los musulmanes, los incipientes reinos cristianos
siempre encontraban motivos para darse de palos.
En
la conquista de América los españoles estuvieron zurrándose, conspirando y
matándose entre ellos casi continuamente. Durante la peripecia de Hernán Cortés
se produjeron varias sublevaciones y enfrentamientos, alguno de los cuales es
muy elocuente: Cortés envió a Cristóbal de Olí, uno de sus capitanes, a explorar
y poblar una zona, pero al poco éste se levantó y se adjudicó las nuevas
tierras, así que el conquistador de México mandó a otro de sus lugartenientes para
sofocar la rebelión, pero al llegar la expedición de castigo no encontró al
díscolo, pues éste, a su vez, había ido a sofocar otra revuelta, otro
alzamiento protagonizado por uno de sus segundos… En todo caso, los combates
entre españoles eran encarnizados, tanto que, tras uno de ellos, quedaron tan
pocos supervivientes de ambos bandos que los indios no tuvieron problema en
liquidarlos a todos. La otra gran figura de la conquista, Francisco Pizarro, hubo
de luchar contra sus compatriotas casi tanto como contra los incas; Almagro y
sus partidarios pelearon contra los Pizarro varias veces, hasta que Francisco
lo derrotó y lo ejecutó…, cosa que los alamagristas vengaron presentándose en
casa del conquistador de Perú y metiéndole no menos de veinte estocadas entre
pecho y espalda.
Siguiendo
en la América hispana, menos de tres siglos después, los españoles nacidos allí,
los criollos, acariciaban la idea de hacerse con el control total de los
prometedores territorios, con lo que llegó un momento en que dieron el paso de
sacudirse las leyes y la autoridad de la metrópoli y hacerse con el poder. De
este modo podrían manejar todo a su antojo y sin la obligación de rendir cuentas;
lo curioso es que, a pesar de sus proclamas, jamás contaron con la voluntad de
los indígenas (que confiaban mucho más en los organismos españoles que en las
autoridades locales), quienes veían la cosa como un enfrentamiento entre
españoles, algo ajeno a ellos y sus problemas. En fin, los criollos emprendieron
la guerra por el mando y terminaron ganando. Lo malo es que esa cultura de
motín, sublevación, revolución, guerra y violencia se ha mantenido hasta hoy:
basta echar un vistazo a la historia de cada uno de los países que entonces surgieron.
Sí, desde el primer desembarco en Tierra Firme, la historia de Iberoamérica es
una sucesión de cuchilladas y traiciones entre españoles y sus descendientes
por ser los señores de una parcela de la nueva tierra.
Pero
en la vieja España la cosa no era distinta. La Guerra de las Comunidades (lo de
los comuneros de Castilla) tuvo un origen económico, aunque también fue un
intento de las aristocracias urbanas por mantener privilegios y poderes
medievales. La Guerra de Sucesión enfrentó a dos pretendientes a la corona
española, lo que llevó a sangrientas batallas entre españoles (ayudados por
franceses, ingleses, holandeses…). Los ‘pronunciamientos’ masónicos contra
Fernando VII: Lacy, Porlier, el Triángulo o Rafael del Riego…, todo en pos del
poder y todo cien por cien a la española. Las Guerras Carlistas dieron lugar a
sangrientas batallas, asesinatos y ejecuciones masivas, todo protagonizado
exclusivamente por españoles y dirigido por jefes que aspiraban a cuotas de poder
si ganaba su pretendiente (Carlos o Isabel). Durante la Primera República Española
se produjo uno de los levantamientos más chuscos de la Historia, la revolución
cantonal, que llevó al clímax más disparatado de la lucha por el poder; se
proclamaron independientes los cantones de Almería, Sevilla, Salamanca…, y
claro, el de Cartagena; de este modo, muchos se hicieron la ilusión de que,
así, tendrían un trozo de tierra que señorear, un sitio donde ser los amos. La
Segunda República y la Guerra Civil son otras evidencias del impulso de lucha
fratricida y a garrotazos que los españoles parecen llevar en los genes.
Y
todo esto fijándose sólo en lo que tiene mayor relieve histórico, o sea, sin
detenerse en los infinitos motines, sargentadas, cuarteladas, pronunciamientos
y sublevaciones de toda clase que siempre tuvieron la obtención del mando
(mucho o poco) como objetivo y a otros españoles como enemigos. Sí, en este
viejo territorio nunca han faltado las peleas familiares, las guerras por ser
el jefe, los enfrentamientos entre los que se creyeron poco menos que los
dueños de su parcelita.
Ahora,
como el país llevaba mucho tiempo sin gresca general, han aparecido los que, a
imagen de muchísimos españoles de los últimos dos milenios, están dispuestos a
todo para lograr un territorio donde mandar y ser obedecido. Es curioso, muchos
de los que quieren dejar de ser españoles y afirmar no sentirse tal, en
realidad están reproduciendo uno de los ‘tics’ más típicamente españoles, una
de las características que define el ser español, que es eso de pelearse con
los vecinos para ser el mandamás.
CARLOS
DEL RIEGO