OPINIÓN

HISTORIA

miércoles, 8 de noviembre de 2017

LA ETERNA POLÉMICA SOBRE LA MUERTE DE HITLER. Entre las abundantes teorías conspiranoicas hay una que aparece periódicamente en función de noticias o supuestos hallazgos: la muerte, o no, de Hitler, que vuelve gracias a una foto y a un informe de la CIA.

Esta borrosa y dudosa imagen (Colombia, 1955, dicen) ha avivado las tesis conspiranoicas

Un informe desclasificado de un ex-agente de la CIA asegura que Adolf Hitler sobrevivió a la derrota de Alemania y que huyó y vivió en Colombia; para apoyar dicha afirmación se aportaba una foto borrosa e indefinida (supuestamente tomada en 1955) en la que se veía a un tipo con el típico bigotito. Es más, el informe detalla que el dictador genocida había llegado en buenas condiciones físicas y síquicas… Además, apoyándose en esta teoría, hay quien sostiene que murió en 1971 sin mayores dificultades. El hecho de que fuera quemado su cadáver y de que fueran los soviéticos (expertos manipuladores de la realidad) quienes llegaran antes al lugar da pie a que muchos se inclinen a pensar en la conspiración. Contra la tesis de que el dictador nazi consiguió escapar se oponen las investigaciones y conclusiones de los máximos especialistas, que no dudan de que se suicidó y ordenó que quemaran sus restos, pues temía que, como le ocurrió a su colega italiano, su cuerpo fuera objeto de escarnio público y colgado boca abajo en la calle.


En realidad cada uno piensa lo que desea pensar, de modo que quien se inclina por ver conspiraciones por todas partes seguirá en sus trece por más argumentos o pruebas que se le ofrezcan. Aun así, es oportuno recordar algunos hechos irrefutables.

El médico personal del tirano desde 1936 era Theo Morell, un tiparraco seboso, muy sucio y maloliente, oportunista y aprovechado. El caso es que este elemento anotaba en su diario todas las dolencias de su paciente así como la abundante medicación que le proporcionaba. Desde hacía años, el enfermo Hitler sufría problemas gástricos, tal vez producto de su tendencia al vegetarianismo; además, a partir de los tratamientos del orondo matasanos, sus dolencias se multiplicaron: dolores de cabeza y de oídos, problemas serios de visión, mareos, severos desarreglos y espasmos intestinales con terroríficas flatulencias (este particular le venía de antaño, y si dejó de comer carne es porque creyó que comiendo sólo vegetales el olor no sería tan nauseabundo), sudoración extrema, hipertensión y, en su último año, problemas cardiacos e infarto (en septiembre del 44), tenía la piel color ceniza, le temblaba toda la mitad izquierda del cuerpo y estaba extraordinariamente débil.

Su deterioro mental era tan evidente como el físico ya desde finales de 1944: sufría unos temibles ataques de ira en los que gritaba y gesticulaba de modo demencial, acusaba a todo el mundo en medio de una excitación neurótica e incontrolada, movía sobre los mapas fichas que representaban ejércitos que ya no existían (cosa que sabían los que estaban a su alrededor) y, en sus últimas semanas, mostraba síntomas claros (temblores) de padecer neurosis espasmódica.

Para ‘combatir’ este catálogo de patologías, el dudoso Theodor Morell se mostraba muy espléndido a la hora recetar y suministrar todo tipo de compuestos, medicamentos y drogas a su terrible paciente: metanfetaminas para ‘estar en forma’ (cuentan que, tras una toma masiva, mantuvo una reunión con Mussolini en la que no dejó de hablar durante tres horas) y somníferos para dormir, estricnina, abundante cocaína y opiáceos, codeína, diferentes barbitúricos…, además de los mejunjes que el poco recomendable médico le preparaba, los cuales contenían desde testosterona de toro hasta extractos de placenta, de músculo cardiaco o de próstata (para combatir la depresión, decía Morell), belladona (planta muy tóxica que se usó hasta el siglo XIX contra diversos dolores) e incluso le suministró la bacteria escherichia colli… En total, el genocida ingería unas 30 pastillas diarias y recibía cuatro o cinco inyecciones.

Un oficial de su Estado Mayor describió el aspecto de Hitler en sus últimos días en el búnker del Reichstag con bastante precisión: “Caminaba de un lado a otro lenta y trabajosamente, inclinando el cuerpo hacia delante y arrastrando los pies; parecía tener problemas para mantener el equilibrio. De la comisura de sus labios casi siempre goteaba saliva”. Las últimas imágenes de Hitler, cuando saludaba a oficiales y niños vestidos con el uniforme de las SS, contienen una toma por detrás en la que se aprecia un llamativo temblor en su mano izquierda, que él mantiene a su espalda y sujetando algo; al parecer, los primeros síntomas de Parkinson se le detectaron antes incluso de iniciarse la guerra.

En resumen, la salud del dictador nazi era una catástrofe, de modo que, aunque no se hubiera pegado un tiro, seguro que no hubiera durado mucho y, sin la menor duda, no hubiera aparecido tan saludable como se le ve en esa foto supuestamente tomada al führer diez años después.

Por otro lado, una vez que asumió que la guerra estaba perdida, seguramente el mayor temor de Hitler sería caer prisionero, por lo que si optaba por huir correría el riesgo de que los rusos le capturasen vivo, algo que sin duda le aterrorizaría: lo exhibirían como trofeo, lo vejarían durante mucho tiempo, lo torturarían, lo juzgarían al estilo soviético y terminarían colgándolo cabeza abajo…, “a mí no me harán lo que le hicieron a Mussolini”, se sabe que dijo al conocer lo que había sucedido con éste y su amante un par de días antes. Además, según su retorcida y perversa mentalidad, ¿qué objeto tenía para él seguir viviendo después de una derrota tan humillante y vergonzosa?, él, egocéntrico hasta el extremo, ¿podía vivir escondido, de un modo sencillo, sin dejarse notar, sin sus grandilocuentes declaraciones?, ¿por qué prescindir de su médico-camello, en quien confiaba ciegamente, si pensaba seguir vivo?, ¿y por qué matar a su querida perrita Blondi si no tenía intención de matarse?  

En fin, por más que los afines a las conspiraciones mantengan lo contrario, no existe ninguna prueba o indicio de que sobreviviera a la derrota total. Al contrario, además de la opinión de los especialistas (incluyendo la máxima autoridad en el tema, Antony Beevor), todas las evidencias conducen al suicidio.  

CARLOS DEL RIEGO


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