OPINIÓN

HISTORIA

domingo, 24 de mayo de 2015

¿LA MÚSICA ES CULTURA O ESPECTÁCULO? Los impuestos sobre la música, el teatro o el cine generan posturas enfrentadas, pues los que pertenecen a esos gremios quieren pagar como si lo suyo fuera cultura mientras que, por otro lado, la legislación los considera espectáculo.

El componente espectacular se ha impuesto al cultural
Hace unos días (concretamente el 20 de mayo) no se celebró ningún concierto de pop, rock, folk… en España, o sea, no hubo música en vivo como medida de protesta adoptada por artistas, promotores y demás profesionales del sector en contra del impuesto de 21% que grava tanto actuaciones como ventas de discos o descargas. La razón esgrimida por los protagonistas de esa muestra de descontento es que lo suyo es cultura y, por tanto, no debería cotizar como si de un espectáculo o producto de lujo se tratara.

¿Es muy elevado el impuesto?, ¡claro!, pero como prácticamente todo lo que aumente su precio para que la hacienda pública se lleve su parte, que es todo lo que se vende. Centrándose en el asunto, el primer impulso es ponerse de parte de los protestantes, sin embargo, la cosa no es tan simple. Para empezar, hay que tener en cuenta que los conciertos tienen tanto de espectáculo como de cultura, a veces más; así, siempre se buscan puestas en escena e iluminaciones espectaculares, los grupos se gastan lo que sea preciso para mejorar su espectáculo y, en fin, casi nadie se limita a salir y cantar, sino que procura enriquecer la función. De este modo, si se considera el concierto como espectáculo, no habrá problema en que cotice como un parque de atracciones o como un partido de fútbol, es decir, como algo que no puede considerarse primera necesidad y sí puro entretenimiento.

El cine y el teatro están en las mismas, tienen su parte cultural, pero ya no se conciben producciones o montajes sin fines de entretenimiento y sin el componente espectacular; así es, al menos, en la mayoría del producto para la gran pantalla, pues poca cultura y mucho ‘show’ hay en las pelis con mayor tirón comercial, donde lo más abundante son los efectos especiales, cada año más y más ‘espectaculares’; e igualmente se podría decir del teatro, donde se busca atraer con representaciones que propongan algo más que texto y decorado. Por otro lado, se puede forzar la cosa e incluirse en el cajón de sastre cultural desde la artesanía al circo, la alta costura o la alta cocina, ¿y por qué no programas de televisión, como los del tipo ‘gran hermano’? Y es que, al igual que sucede con el arte, apenas basta con que haya quien lo diga para que una cosa pueda ser una magna manifestación cultural o artística.

Lo del disco que reproduce música (igual que el DVD de cine) también presenta sus dudas. Se exige que sea considerado como el libro (el de papel, pues el electrónico cotiza como servicio de internet, o sea, el 21), que paga sólo un 4%; sin embargo, al ser considerado como obra de arte, paga como un cuadro adquirido en una galería, o sea, el 21. Como puede verse, el asunto no es tan sencillo ni tiene una única visión. En Europa hay impuestos dispares: en Inglaterra los espectáculos (todos) pagan el 20, mientras que en Francia sólo un 7 (al que en el cine hay que añadir un 11,5 para financiar cine francés); en Dinamarca no se hacen distinciones, de modo que todo aquello que pueda venderse pagará el 25%, sin mirar si es cultura, espectáculo o pescado.
Cada uno tendrá su opinión y argumentos para defenderla. Por ejemplo: la música es arte y cultura, pero su venta es comercio e industria, búsqueda de beneficio, de modo que el concierto se convierte espectáculo y el disco en obra de arte, y tanto ésta como aquel no son considerados artículos de primera necesidad, por lo que han de cotizar como entretenimiento. Pero, visto desde el otro lado, el autor que crea cultura (y con él el promotor y el distribuidor) ha de rentabilizar su obra y quiere que ésta siga siendo considerada fiscalmente como cultura incluso al ser vendida, y tiene sus razones para apoyar esa postura; el problema es que en el momento que entra en el mercado, la creación intelectual pasa a ser producto, es decir, se convierte en bien (disco) o servicio (concierto), de modo que se vuelve otra vez al dilema.   
   
De todos modos, no parece que la iniciativa de cerrar los escenarios durante un día haya dado resultado; ha llamado la atención, sí, pero los destinatarios de la protesta no han hecho mucho caso. Claro que la cosa cambiaría si estos atisbaran rendimiento político.


CARLOS DEL RIEGO

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