Javier Ojeda lleva 30 años al frente de Danza Invisible, y ha tocado en casi toda España. |
Toda
población española que se preciara incluía al menos uno o dos representantes de
la nueva ola o la movida en el programa de sus fiestas patronales, parecía cosa
obligatoria. Por eso, no pocos jóvenes de aquellas épocas pudieron disfrutar
muchas veces de los nombres más relevantes de lo que se ha dado en llamar ‘la edad
de oro del pop español’.
Uno
de los grupos que más se prodigaba por esos escenarios fue el malagueño Danza
Invisible. Al terminar el concierto, muchos fans de Javier Ojeda y compañía
esperaron pacientemente a que salieran del camerino para vitorearles,
agasajarles, hacerse fotos, pedir autógrafos…, con lo que los músicos se veían
sonrientes y satisfechos, pero sin disimular su prisa por irse al hotel. Sin
embargo, alguien dijo: “Oye Javier, lo siento pero el concierto de esta noche
ha sido algo flojo, con un sonido muy domesticado y en general mucho menos
cañero que cuando os vi hace un año”. El cantante se volvió instantáneamente y,
sorprendido y con tono de disculpa, vino a decir: “Bueno, no todos los
conciertos salen igual…, depende del sonido y de la sala…, a veces te sientes
más en forma que otras…, nosotros siempre lo damos todos y tratamos de hacerlo
lo mejor posible”. Pero el exigente seguidor no se dejó convencer por las
palabras del artista, e incluso se atrevió a añadir: “Sois my buenos músicos,
pero a veces se os ve bastante fríos, casi un poco apáticos, y eso se nota
también en el último disco”. Javier Ojeda no estaba de acuerdo y lo manifestó
con mucho énfasis: “Pues yo creo que el nuevo álbum es el mejor de nuestra
carrera; tal vez a ti te gustara más el estilo con el que comenzamos, pero
pienso que un artista no debe estancarse, sino evolucionar y buscar”. Su
interlocutor no cedía: “Eso está muy bien, pero las canciones que hace ahora
Danza Invisible parecen algo oportunistas y, sin duda, tienen mucha menos
potencia que antes”. A estas alturas el cantante era el único integrante del
grupo que aún no estaba dentro del coche, de modo que sus compañeros ya le
gritaban: “¡Vámonos tío, acaba ya!”, pero Javier Ojeda, apartando un segundo la
vista de su interlocutor, respondió: “Sí, sí, ya voy, un segundo”, y de nuevo
volvió a la carga, “Yo respeto tus opiniones, pero estoy convencido de que el
concierto de hoy ha sido bueno (a lo mejor no ha sido el mejor) y nuestro nuevo
disco sigue manteniendo nuestra personalidad a pesar del cambio de estilo y
sonido”. Pero el resto de la banda, muy impaciente: “¿Vienes o nos vamos y te
esperamos en el hotel?”, y cantante a sus compañeros: “¡Que ya voy, coño, un
momento!”, y de nuevo al espectador contestatario: “Tengo que marchar, pero no
quiero que te quedes con esa idea de nosotros, así que en el próximo concierto
que demos por aquí espero que, al terminar, vengas a verme y seguimos”, y por
fin montó en el coche.
Miguel Costas (segndo por la izquierda) tiene que tener una cicatriz en una de sus orejas |
Es
curioso comprobar cómo los fans que muestran su pasión incondicional y que no
dedican más que elogios a los artistas, son vistos por estos casi como un mal
necesario, como integrantes de la masa de aduladores que, de modo infalible,
son olvidados a los dos segundos. Sin embargo, cuando hay quien le discute al
músico su calidad artística o pone en entredicho alguna de sus obras o
actuaciones, no sólo se detiene a charlar, a discutir con ese espectador, sino
que lo recordará y, seguro, hablará de él con sus compañeros. O sea, el halago se
pierde entre miles de halagos, mientras que la crítica seria y argumentada
siempre llama la atención del artista.
En
uno de los primeros conciertos de Siniestro Total sin la voz de Germán Coppini,
una joven desequilibrada lanzó una botella al escenario que impactó en la
cabeza de Miguel Costas, que empezó a sangrar. El evento se detuvo en el acto,
y entre el público se produjo división de opiniones: unos que tenían que
continuar o exigían que se les devolviera el precio de la entrada, otros que
eso era “un accidente laboral” y por tanto era oportuna la suspensión, y otros
que se expulsara a la majara, se hiciera una pequeña cura al guitarrista y que
continuara la actuación. Al final no continuó el concierto (duró unos 20
minutos), no se devolvió el dinero (salvo a un tipo muy grande que armaba mucho
follón y profería amenas a tener en cuenta) y se aceptó lo de “accidente
laboral”. La causante alegó que quería destruir su propia imagen en el espejo
del fondo del escenario…, lo dicho, una desequilibrada. Costas acudió a la casa
o cuarto de socorro (antes había en todas las ciudades), donde un veterano
doctor le preguntó qué le había pasado, a lo que el músico respondió contando
el incidente; el médico le dijo “Ah, eres músico, ¿y en qué orquesta tocas, o
eres de algún cabaret?”, y Costas responde que no, que toca en un grupo de rock
llamado Siniestro Total. El galeno se ríe y le pide que, en serio, le diga
donde toca, pero el roquero gallego repite que en un grupo llamado así. El
doctor se pone serio y apostilla “Pues entonces, ¿de qué te quejas cuando
tienes un siniestro?”. Miguel Costas, casi susurrando, concluye la conversación
humildemente: “De nada, de nada”.
CARLOS
DEL RIEGO
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