Cuando una persona decide meterse a árbitro (de fútbol, baloncesto, balonmano, waterpolo…) sabe que va a equivocarse y que cada equivocación se traducirá en una injusticia, es decir, quien comienza en el arbitraje entiende perfectamente que va a cometer abundantes injusticias: voluntaria o (en el mejor de los casos) involuntariamente va a ser injusto. Por eso, no es atrevido afirmar que quien se mete a árbitro tiene que tener una moralidad laxa y elástica, una moral ajena a conflictos de conciencia por el daño causado
El que comienza sus ‘estudios’, su
preparación para convertirse en juez de deportes no puede desconocer que caerá
en el error, y sin embargo eso no lo disuade, sino que continúa aun a sabiendas
de que va a perjudicar, que va a ser injusto. Habitualmente quien está o ha
estado en el arbitraje suele esgrimir el argumento de que ‘todo el mundo se
equivoca’, sin embargo, no tiene en cuenta que no todo el mundo se mete a
juzgar eventos deportivos ni tiene obligación de hacer justicia. Igualmente se disculpan argumentando que ‘también los
jugadores se equivocan’, un razonamiento falso, ya que el encuentro deportivo
han de decidirlo los jugadores con sus aciertos y sus fallos, mientras que el
árbitro no tiene derecho a decidir el partido de un modo u otro: el árbitro
tiene la obligación de ser justo, o sea, de ser certero siempre. Y si no es así
comente grave injusticia.
La realidad indiscutible es que cada
vez que el colegiado yerra altera el natural discurrir del partido. Y no se
trata ya de jugadas determinantes, como un balón de gol que entra o no, una
expulsión, una pena máxima…, sino que incluso jugadas aparentemente banales,
como un saque de banda que se concede al equipo infractor, modifica lo
sucesivo. Por ejemplo: en el primer partido de Francia en el Europeo de fútbol de
2024 contra Austria, un delantero austriaco tiró a puerta y un defensa francés
desvió el tiro, que salió a córner (de modo bastante claro); sin embargo, el
árbitro dio saque de puerta, y en la jugada siguiente (medio minuto después)
Francia anotó el único gol del partido, el que le dio la victoria. Un fallo
aparentemente intrascendente modificó de modo determinante el transcurrir del
partido; si el referí hubiese atinado con su decisión, Austria hubiera sacado
de puerta y ese tanto de Francia jamás hubiera tenido lugar, es decir, si
hubiera señalado correctamente nada de lo que sucedió después hubiera sucedido.
En otras palabras, la equivocación del árbitro manipuló el natural desarrollo
del encuentro y, evidentemente, el resultado final. De modo involuntario, pero
él fue quien decidió el tanteador. Lo mismo pasa cuando se da un simple y
aparentemente trivial saque de banda de modo erróneo: se altera todo lo que
sucederá a continuación. En fin, cada error del juez del encuentro altera lo
que justa y naturalmente debería pasar.
También puede razonarse que el árbitro
es algo así como un gorrón que vive a costa del deportista, puesto que nadie
pagaría por ver en acción al señor del silbato; no, el público paga y genera
ingresos porque quiere ver al jugador de fútbol, de baloncesto, de balonmano…,
no por ver en acción al colegiado, que no deja de ser un mal necesario, una
figura indeseable que causa perjuicios pero de la que no se puede prescindir…
de momento. Por todo ello resulta ciertamente insultante, intolerable, la
situación en la que el árbitro se comporta de modo soberbio, vanidoso, como si
él fuera el dictador que no tiene que dar explicaciones ni admite preguntas: él
decide y los demás a callar y obedecer. Como si él fuera quien llena las
gradas. Esa vanidad y engreimiento, esa soberbia, ese endiosamiento debería ser
extirpado, sancionado, y exigir al gorrón que se comporte con humildad ante
quien genera los ingresos de los que él cobra.
Y ¿por qué una persona está dispuesta
a cometer injusticias, graves injusticias que alteran de modo determinante el
encuentro deportivo? Y ¿por qué está dispuesta a ser injusta (involuntariamente
en el mejor de los casos, puesto que hay otros…) e intervenir en el resultado
del partido? La respuesta el evidente: por dinero, claro.
Llegados a este punto es fácil
preguntarse ¿y cómo se solucionaría el asunto?, ¿cómo buscar hacer justicia en
el deporte profesional? Sin embargo, ese es otro debate, aquí sólo se ha
tratado de la persona, del individuo y su conciencia, de cómo afecta a su
moralidad, a su dignidad personal el
convencimiento de que va a cometer injusticias metiéndose a arbitrar
enfrentamientos deportivos. ¿No tienen conflictos morales?, ¿no afecta a su
conciencia comprobar que ha perjudicado aunque fuera de modo involuntario?
Para ser árbitro hay que tener un
tanto así de inmoralidad e indignidad, pues de otro modo no se podría vivir
sabiendo que se gana dinero siendo injusto.
CARLOS DEL RIEGO











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