OPINIÓN

HISTORIA

miércoles, 6 de marzo de 2019

MUJERES LLAMADAS A LA AVENTURA Ellas han tenido menos protagonismo en la Historia, lo que no quiere decir que no pueda destacarse una gran cantidad de mujeres que, cargadas de mérito, brillan por sí mismas en cualquier entorno y actividad. Y entre las señoras que no se resignaron a lo que la sociedad les tenía destinado, está la figura de la aventurera, la adicta a las emociones e incertidumbres del viaje, la que necesita la adrenalina del riesgo y el azar

María de Estrada (segunda figura por la izquierda) peleó al lado de los hombres sin ocultar que era mujer (Lienzo de Tlatelolco, S. XVI).


Hay en los libros de historia muchas señoras con temple y determinación. Algunas consiguieron el poder, como la reina Hatshepsut, faraón de Egipto en el siglo XV antes de Cristo, y otras impulsaron el avance de la Humanidad como Isabel de Castilla; también sobresalen artistas, escritoras, científicas… que la Historia tiene en el capítulo de imprescindibles. Asimismo, aunque sorprenda, abundan las mujeres que, sintiendo la llamada de la aventura, se lanzaron de cabeza a la incertidumbre sin que su sexo fuera problema.

Españolas con sangre aventurera en las venas hay en abundancia, Aquí van algunas. La sevillana María de Estrada acompañó Hernán Cortés en su histórica epopeya. Siendo niña quedó huérfana y fue entregada a una familia de gitanos, quienes le adiestraron en el ‘arte de la esgrima’; condenada a muerte por estar implicada en más de una reyerta con víctimas, se salvó al aceptar embarcarse para América. Llegó a Cuba, donde su expedición fue masacrada (en Matanzas) y apenas ella se salvó. Luego se enroló en el ejército de Cortés y tomó parte en batallas de leyenda; durante la huida de los españoles de Tenochtitlán (La noche triste), todos recuerdan a María armada de espada y rodela propinando estocadas como el más valiente de los soldados: su valor permitió la huida de muchos soldados. También combatió en la batalla de Otumba, tal vez a caballo y lanza en ristre. Y se cuenta que venció a Pánfilo de Narváez en duelo singular. Cuando Cortés quiso dejarla en retaguardia, María de Estrada, con una asombrosa presencia de ánimo, gritó al conquistador: “No está bien que mujeres españolas dejen a sus maridos yendo a la guerra. Donde ellos murieren moriremos nosotras”. ¡Qué tía! Ella es evidencia de que el coraje y la bravura no dependen del sexo de la persona.    

La gallega Isabel Barreto asumió el mando de una flota española que partió del virreinato de Perú en 1595  hacia el Pacífico Sur, descubriendo las islas Marquesas y las  Salomón. Aunque no era lo corriente, se sabe de no pocas mujeres que no permitieron que sus maridos se fueran a la aventura sin ellas. Es el caso de Isabel, esposa Álvaro de Mendaña, patrón de esta flota de cuatro barcos que murió de malaria dicho año en aquellas islas. Al saberse a las puertas de la muerte, nombró a Isabel gobernadora y a su hermano Lorenzo almirante de la flota, pero éste murió a los pocos días, así que ella asumió todos los mandos. Cuando los nativos atacaron levó anclas rumbo a las Filipinas, gobernado las naves con puño de hierro, ya que algunos marineros pensaron que como era mujer la podían torear y desobedecían sus órdenes; cortó por lo sano: ahorcó a todos los rebeldes. Más tarde, la considerada primera almirante de la historia de la navegación no dejó la aventura y participó en otras expediciones.

Juana García era de un pueblo de León, Arintero. Su padre, ya mayor, había combatido a los musulmanes al lado del rey, pero sólo tenía hijas, siete, por lo que ahora no habría ningún García de Arintero luchando junto a los Reyes Católicos. Su hija Juana, al verlo tan triste, decidió convertirse en soldado y convenció a su padre. Se entrenó en el manejo de las armas, se acostumbró a la armadura y logró hacerse con las riendas de un potente caballo de guerra. Y así, como el Caballero Oliveros, se enroló en Benavente al servicio de Isabel y Fernando. En pocos meses todos hablaban de la valentía y destreza en combate del Caballero Oliveros. Durante la batalla de Toro (1476) cruzaba Juana su espada con la de otro caballero cuando un tajo dejó al descubierto uno de sus senos…, “¡una mujer en la guerra!” gritaron. En presencia del almirante de Castilla contó por qué estaba allí. El Rey Fernando de Aragón, asombrado por su audacia, le concedió varios privilegios (a ella y a su pueblo). De regreso a casa, la Dama de Arintero fue muerta a traición. 

Otra españolita de armas tomar, pendenciera y con irrefrenables ganas de aventura es la donostiarra Catalina Erauso, ‘La Monja Alférez’. Novicia en un convento, con 15 años se larga, se viste de chico por esos caminos de España y, finalmente, se embarca para las Américas, donde sirve al ejército con grandes muestras de valor, temple y habilidad con la espada. Pero como tenía un mal genio de mil demonios, se ve envuelta en peleas y cuchilladas, así que huye ¡a pie a través de los Andes! Luego, al meterse en otra reyerta recibe un buen tajo, y cuando es examinada se descubre que es una mujer. La mandan a España, donde el Rey Felipe IV le agradece los servicios, le da una pensión y permiso para vestirse de hombre. Murió hacia 1650.

Las piratas Mary Read y Anne Bonny. Ésta, a los 14 años se fugó con un marinero con el que se casó y al que abandonó al poco, para liarse luego con el pirata Jack Rackam ‘El Rojo’ (de aquí sacó Hergé su pirata para el episodio de Tintín ‘El tesoro de Rackam El Rojo’); vestida de hombre y pertrechada como cualquier otro pirata, tomó parte activa junto a ‘El Rojo’ en numerosos abordajes en el mar Caribe. Por su parte, Mary Read se enroló casi de niña como grumete y, aprovechando que nadie sospechaba, se enroló como soldado y como tal tomó parte en los combates; luego se cansó de ser chico y se casó, pero su marido murió, así que decidió embarcarse nuevamente hacia América, travestida de hombre, claro; pero tuvo la ‘suerte’ de que su barco fue abordado por Jack Rackam. Así se conocieron Mary y Anne, las dos piratas más famosas, que siguieron abordando y saqueando por aquellas latitudes hasta que fueron capturadas, juzgadas y condenadas a la horca…, de la que se salvaron al estar ambas embarazadas (práctica habitual de las condenadas a muerte para retrasar la ejecución). Anne terminó volviendo a casa y murió con 84 años, Mary murió en el parto.   

Nacida a finales del siglo XVIII, la austriaca Ida Pfeiffer tenía el viaje como objetivo vital y una paciencia infinita. Esperó a que sus hijos no la necesitaran, ahorró durante décadas y, llegado el momento, casi cincuentona, se lanzó de cabeza al viaje, ella sola, sin nadie por quien preocuparse. Primero hacia el sur: Turquía, Palestina, Egipto…, luego al norte, Escandinavia, Laponia, Islandia. A mediados de siglo llega a Sudáfrica, de allí a Indonesia y después Estados Unidos. Nunca cansada o desanimada, Ida circunnavegará el planeta durante tres años. Sin cumplir los sesenta, muere de paludismo en Madagascar.

Otra intrépida adicta a la aventura fue la británica Isabelle Bird. Hija de un clérigo, esperó a que éste muriera para ‘soltarse el pelo’. Hacia 1870, ya con cuarenta, viajó sin compañía a Australia; un par de años después se encuentra viviendo por sí misma los ‘encantos’ del salvaje Oeste, recorriendo a caballo las grandes praderas en compañía de un auténtico pistolero, un forajido conocido como ‘Rocky Mountain’ Jim. Adicta a la odisea, marcha a Japón y luego al sudeste de Asia. Su ritmo de viaje era tal que no duda en abandonar a su marido, incapaz de seguirla; ya sin lastres se dirige primero hacia el oeste (Tíbet, Persia) y luego hacia el este (China, Corea). Con setenta años recorrió Marruecos a caballo. Murió en 1904.

Curioso es el caso de la inglesa Jane Digby. Nacida a principios del siglo XIX, se casó con todo un lord, al que pronto puso los cuernos y del que se divorció; luego recorrió media Europa siguiendo a sus infinitos amantes, hoy aquí con este, mañana allí con aquel. Ya cuarentona llegó a Oriente Medio, donde se enamoró de un beduino, se fue con él a vivir al desierto y, según cuentan las crónicas, fue muy feliz: vestía como las mujeres del desierto, montaba y desmontaba la tienda, ordeñaba las camellas y se lavaba el pelo con su orina, hacía la comida y atendía en todo a su marido con gran devoción. ¡Mucho mejor la vida en el desierto que la de esposa de un acaudalado lord inglés!   

Se trata de apenas una mínima muestra, puesto que si se investiga se encuentran fácilmente muchas otras mujeres que no se resignaron al papel que las sociedades de su tiempo les habían destinado.

CARLOS DEL RIEGO

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