Sí, era un guitarrista flamenco, pero su
atrevimiento, su valentía para explorar otros territorios musicales le
proporcionaron reconocimiento en todo el planeta. Podía gustar o no el género,
pero nadie que escuchara su toque era capaz de resistirse a su encanto, a su
magia. Es más, no pocos rockeros de los de chupa negra, greñas y chapa de AC
DC, tenían entre los vinilos de Judas Priest y Led Zep algo del artista de
Algeciras. Sus colaboraciones con algunos de los más prestigiosos guitarristas
del planeta, su interpretación del ‘Concierto de Aranjuez’ o de partituras de
Manuel de Falla deja bien claro que este gigante de la música podría haber
brillado en cualquier otro género.
Eran los
últimos años de la década de los ochenta del siglo pasado. Paco de Lucía tocaba
en una ciudad de provincias en la que vivía un chaval que había sido alumno del
padre del artista (exigente profesor de guitarra flamenca). Este aspirante
invitó a comer a los tres integrantes de la expedición: el propio Paco, su
hermano Ramón de Algeciras y un tercer guitarrista llamado Carlos; nadie más
iba con ellos, ni road manager, ni asistentes ni acompañantes, sólo los
artistas, que se encargaban de todos los pormenores del viaje, el concierto, la
estancia... Un par de amigos del afortunado anfitrión se presentaron a la hora
del café. Durante la sobremesa, mientras se imponía la charla, Paco tomó la
guitarra y se puso a tocar descuidadamente. Unos minutos después, los que
sabían tocar se callaron y volvieron la cabeza hacia él; miraban con expresión
de sorpresa y, a la vez, cara de admiración, casi incredulidad. El genio tocaba
con los ojos cerrados y la cara crispada, ajeno a los demás. Se había
arrancado, como luego dijeron los expertos. Así estuvo unos minutos. Uno de los
profanos miraba embelesado el movimiento de las manos. Los dedos de la
izquierda parecían tener vida propia, recorrían el mástil con precisión
inusitada, con tal velocidad que no parecía real, pero a la vez con elegancia
natural y espontánea…, todo ese movimiento daba sensación de ser algo
absolutamente lógico. La izquierda era muy flexible, como de goma, a veces se
movía con cierta parsimonia y otras sus dedos eran auténticos rayos, y su
pulgar llegaba a convertirse en un auténtico martillo, tal era su potencia, tal
era la sensación que daba. Pero por muy impresionante que fuera lo que se veía,
lo que se escuchaba dejó boquiabiertos a los presentes: todo era armonía, todo
era melodía, todo era delicia; parecían perderse los arpegios, los acordes, los
punteos, disueltos en un canto apasionado pero suave, exquisito, fascinante…,
la maravilla hecha notas.
El virtuoso abrió los ojos y siguió tocando. Los
otros guitarristas presentes exclamaron emocionados bravos, olés y expresiones
similares. Él sonrió y continuó despreocupadamente. Le preguntaron cómo se
había arrancad y él dijo simplemente “me sentí bien…, me dejé ir”.
Debieron ser unos minutos muy cortos, pero para la
media docena de conmovidos espectadores el tiempo se detuvo durante aquellos
instantes. Fue algo verdaderamente mágico, irrepetible, indescriptible. El
genio, el talento, la virtud en estado puro bajó a la altura de los mortales
durante apenas un suspiro y les dejó sentir su calor.
CARLOS DEL RIEGO
quien hubiera estado allí..........
ResponderEliminarTe puedo asegurar que me siento privilegiado por haber visto aquello. Aun hoy, cuando lo recuero me entra un calorcillo...
EliminarGracias, saludos
Por cierto, no fue a finales de los ochenta, sino de los setenta, creo que en 1979.
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