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Poner en funcionamiento este auténtico monstruo que son los
Juegos Olímpicos supone un esfuerzo organizativo verdaderamente descomunal,
pues para que todo funcione han de hacer su trabajo a la perfección muchas
personas. Aún así, en el aspecto deportivo se están produciendo numerosas
quejas de las distintas delegaciones, y en el terreno organizativo se detectan
errores producto de la falta de previsión y de dudosas decisiones.
Un nadador descalificado por moverse en la salida es
recalificado tras la reclamación (y por tanto otro en principio clasificado fue
apartado de la final), un judoka eliminado vuelve a entrar en competición, y
también se han producido reclamaciones en esgrima, gimnasia, waterpolo…, casi
todas atendidas por los jueces, que por lo general han optado por decisiones
salomónicas. Sorprende que se tomen decisiones contrarias a las dictaminadas
por el árbitro en el momento, es decir, que se rearbitren competiciones.
Por otro lado, también hay numerosas quejas de no pocos
equipos por cosas que pasan en todos
los eventos de este tamaño, como fallos de seguridad, gigantescos atascos de
tráfico que ocasionan retrasos e incomodidades de todo tipo a los
participantes, habitaciones minúsculas con camas de 1,75 metros de longitud
para todos (ante las quejas de los indios por esto, el periódico
sportingnews.com dijo que “los organizadores debieron soltar monos y serpientes
para que se sintieran mejor”), confusión en el izado de una bandera antes de la
competición (la de Corea del Sur en lugar de la de Corea del Norte)…
Todos estos errores de organización son fácilmente
comprensibles, casi inevitables cuando hay que hacer funcionar una maquinaria
tan complicada y de tal tamaño. Pero lo que no tiene explicación posible es el
asunto del fuego olímpico. Tras un encendido espectacular, original, llamativo,
estéticamente impecable y que dejó a medio mundo con la boca abierta en la
ceremonia de inauguración, resulta que los que idearon tan ingenioso sistema no
previeron que el pebetero no se podía quedar en medio del estadio. Por eso, han
hecho algo que jamás se había visto en los Juegos Olímpicos: han tenido que
apagar el fuego. Después de trasplantarlo a un farol, sí, pero han apagado el
pebetero olímpico. Ahora lo han colocado en un lateral donde no molestará el
desarrollo de la competición de atletismo, pero no podrá verse si no es dentro
del estadio; es decir, a diferencia de las ediciones anteriores, el fuego
olímpico no está en todo lo alto del coliseo principal y no preside la villa
olímpica, es más, quien desee ver la llama sagrada y no tenga entradas para el
atletismo, habrá de pagar por ver la susodicha hoguera. Esto del fuego, en fin,
puede parecer cosa nimia, pero no deja de ser uno de los símbolos olímpicos,
algo que hay que cuidar si no se quiere que la cosa se vulgarice, que se quede
sin el misticismo, sin esa magia, sin esos rituales que forman parte de la
esencia olímpica. El fuego, la bandera, los aros y el himno (entre otros
atributos) son imprescindibles en los juegos. Por eso, esconder uno de esos
estandartes del olimpismo dice poco del espíritu olímpico de Londres 2012, y
más si añaden las incomprensibles decisiones de los árbitros y comités.
La cosa no es nueva: en los juegos de Londres 1908 los
jueces provocaron infinidad de situaciones esperpénticas, ya que no se admitió
ningún juez extranjero; así, algunas decisiones fueron de aurora boreal, como
la de la carrera de 400
metros lisos: el americano Carpenter fue descalificado tras ganar la final por,
dijeron, una maniobra ilegal que perjudicó al escocés Halswelle, con lo que se
ordenó repetir la carrera sin Carpenter; pero los otros dos finalistas (sólo
eran cuatro) se solidarizaron con el americano, de modo que Halswelle corrió
sólo la final de 400
metros lisos. Ganó.
CARLOS DEL RIEGO
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