¡Quién no se ha visto así al tratar con el contestador automático de los organismo oficiales! Frustración en estado puro. |
Los aparatos electrónicos han supuesto
una verdadera revolución. Son herramientas valiosísimas para el trabajo, para
la información, para el entretenimiento, pero hay muchas veces que la máquina
te deja colgado cuando más la necesitas, lo que provoca una frustración
verdaderamente desconocida entre quienes vivieron tiempos en los que había que
hacer las cosas de otro modo, a mano casi siempre. El caso es que estás
preparando un correo que tienes que enviar y zas, el ordenador se queda
inmóvil, no hace nada, el ratón es inútil, pulsas las teclas de escape pero
nada... En ese momento no se sabe qué hacer, si llamar a alguien que sepa de
esto por si acaso es una cosa de nada (siempre que hay algún fallo se espera
que sea algo sin importancia), si armarse de paciencia y esperar a que empiecen
a funcionar las teclas y el ratón, si apagar a lo bestia y volver a encender a
ver qué pasa o, directamente, tirar el cacharro por la ventana. La situación la
ha padecido todo aquel que maneje teclados y monitores, por lo que casi nadie
se escapa a la frustración. Es entonces cuando se empieza a echar pestes de
este ‘maldito trasto’, luego a sopesar otras posibilidades, como trabajar con
otro terminal (pero claro, en el viejo es donde están los archivos), llevarlo
inmediatamente a reparar, donde te pueden decir que “la reparación costará
tanto que lo mejor es que se compre un ordenador nuevo, precisamente ese que
tengo ahí es muy bueno y está de oferta”..., e incluso se llega a pensar en escribir
a máquina lo que se quería enviar y llevarlo en persona, o fiarlo al correo
postal. Sea como sea, cuando la pantalla permanece inmóvil, cuando has tocado
involuntariamente una tecla (no sabes cuál) y te sale un menú desconocido y no
hay forma de salir de él, cuando pierdes un archivo o un trabajo y no está ni,
por supuesto, sabes cómo recuperarlo..., se llega a la frustración, pero
también a la rabia, a la ira contra el fabricante y el vendedor, a los pensamientos
violentos y, en fin, a todo lo que la impotencia llega a provocar.
Las herramientas electrónicas son, ante
todo, herramientas, es decir, ningún mecánico que trabaja con destornillador y
llave inglesa llega a casa y se pasa su tiempo de ocio con esas herramientas en
la mano; sin embargo, hay quien trabaja con el ordenador y al terminar la
jornada, en su casa, se pasa las horas comunicándose a través de las redes
sociales. Es decir, hay quien ha convertido el destornillador en un juguete
imprescindible.
La frustración aparece también con los
teléfonos móviles, los Ipod y demás maquinaria electrónica. De repente el
teléfono no se enciende, se queda la pantalla en blanco o llaman y al contestar
te dicen que no te oyen. Y qué decir de la profusión descontrolada de
cargadores de móviles y ordenadores, que venden exclusivamente con cada aparato
y que, lógicamente, no tienen reparación posible si se produce la avería.
Tampoco tienen reparación los propios aparatos, sometidos a la dictadura de la
fecha de caducidad (deberían proporcionar esa información al consumidor, como
si fuera un alimento), programados fraudulentamente por los ingenieros y
diseñadores a instancias de las fábricas.
Pocas situaciones producen tanta frustración como el ordenador cuando se pone así, cuando se peta, no deja hacer nada y no se sabe cómo salir de ahí |
Pero dentro de la frustración que produce
la electrónica, tal vez se llegue al tope cuando no hay más remedio que tratar
con la maquinita. Si uno se pone en contacto telefónico con una empresa y quien
atiende es un contestador, allá la empresa y sus clientes. Pero si se llama a
algún organismo oficial y quien responde es un aparato la cosa cambia. Para
empezar, es una falta total de respeto al ciudadano, puesto que se le obliga a
conversar con nadie, es algo así como una cosificación del contribuyente, pues
se le obliga a ponerse a la altura de una cosa (el contestador). Por ejemplo
las citas que se acuerdan con los casi infinitos estamentos a los que todos
debemos pleitesía; llamas al número indicado y suena el consabido “si desea tal
pulse cual”, que se suele alargar hasta el nueve. Una vez que has pulsado, la
cosa sigue y tú has de seguir humillándote ante un montón de cables, plástico y
silicio; finalmente, te dicen: “su cita es el día X a la hora Y”, pero puede
suceder que en el momento de decirte el día se oiga un pitido (de esos tan
habituales en telefonía) que te ha impedido escuchar el día de la cita, lo que
te obliga a volver a comenzar el proceso; o simplemente no puedes acudir cuando
te dice la máquina, lo que nuevamente te lleva al inicio del proceso. Asimismo
también puede suceder que el contestador (su programador) no haya previsto el
caso que tú vas a indicarle o, sencillamente, que sólo quieras una información.
Y a todo esto el teléfono no es gratuito. ¿Se llega o no se llega a un estado
de total frustración, de impotencia rabiosa en situaciones así?
Imagínese que los teléfonos particulares
tuvieran ese sistema y cuando te llamara Hacienda el funcionario se viera
obligado a acordar un encuentro con el contestador: “Si quiere hablar con el
padre pulse el uno, con la madre el dos, con el hijo mayor el tres... Si es de
Hacienda pulse el uno, si de Tráfico el dos, si del Ayuntamiento el tres... Si
es para reclamar algún impuesto pulse el uno, si para una multa el dos, si para
una citación el tres... ”..
Sin embargo, hay usos lógicos de la
electrónica que, por motivos interesados, no se tienen en cuenta; es decir,
podría acabarse con el trasiego de papeles y requisitos legales cuando se va a
solicitar un documento oficial. Es decir, en todas las oficinas oficiales te exigen,
para lograr tu documento, un certificado de esto o aquello, y tú has de
conseguirlo del mismo modo que se hacía en el siglo XIX: yendo a la oficina
correspondiente (que estará lejos, claro), solicitando el papel y pagando la
tasa. Y eso que sería facilísima la comunicación y el intercambio de
información, a través de la red o de una intranet, entre todos los ministerios
y demás organismos oficiales, de modo que al ir a formalizar un documento se
dan los datos personales y el funcionario obtiene todos los certificados e
informaciones que precise en el acto, evitando así pérdidas de tiempo, equivocaciones,
gasto innecesario... Pero esto no interesa a la apabullante maquinaria
burocrática del estado.
Evidentemente el uso de la electrónica se
está volviendo perverso.
CARLOS DEL RIEGO
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