El tema de la
II República Española siempre desata
interés y provoca polémica. Además, se puede tratar desde infinidad de ángulos.
Uno de ellos es el inicio, cómo se instauró, cómo se cambió la monarquía por la
república.
El denominado Pacto de San Sebastián se
celebró en 1930 con el fin de derrocar el régimen monárquico e instaurar una
república; en él estuvieron presentes, entre otros, nombres tan destacados como
Azaña, Alcalá-Zamora, Indalecio Prieto, Casares Quiroga, Lerroux ..., y se
acordó llevar a cabo las acciones necesarias para dejar a la monarquía “en los
libros de Historia”. Así, se planeó una huelga general seguida de una
insurrección (o sea, un golpe) militar. Pero como casi todo lo proyectado por
aquellos eminentes políticos, nada llegó a buen término; la huelga ni siquiera
llegó a declararse, mientras que el intento de pronunciamiento (conocido como la Sublevación de Jaca)
terminó en sonrojante catástrofe, con la ejecución de Fermín Galán y García
Hernández, los dos capitanes que acaudillaron la patética asonada. Por cierto,
la intentona fracasó porque los capitanes (carentes de la información adecuada)
se sublevaron días antes de la fecha prevista.
Y así se llega a las elecciones
municipales del 12 de abril de 1931, que los republicanos entendieron como
generales, de forma que lo que era para elegir alcaldes y concejales fue
convertido (¡porque lo decimos nosotros, que estamos en posesión de la verdad
absoluta!) en un referéndum sobre monarquía o república. A pesar de todo, los
resultados totales les fueron contrarios a los republicanos, puesto que las
cifras oficiales revelaban que en el cómputo total los monárquicos habían
logrado más votos, pero en las capitales de provincia eran los republicanos los
vencedores.
Volviendo al recurso del “¡porque lo decimos nosotros!”, los
promotores del régimen republicano decidieron que como en el medio rural los
votantes estaban influenciados por curas y caciques, sólo tenían validez los
resultados de las capitales. Evidentemente, esto no tiene nada que ver con la
democracia, sino que es una auténtica cacicada y un insulto a todos los que no
vivían en las grandes ciudades. Lo correcto hubiera sido organizar un
plebiscito para dirimir abiertamente el régimen que querían los españoles,
tratar de vigilar para que todo se desarrollara limpiamente (o lo más posible)
y asegurar que el voto de cada español tuviera el mismo valor. Pero lo que se
hizo fue ir cambiando las reglas a conveniencia, de modo que si hubieran ganado
los republicanos en el medio rural se hubieran proclamado igualmente vencedores
alegando, que los trabajadores de las ciudades estaban atemorizados por los
patronos y sus matones..., por ejemplo. A la causa se unió el rey, un personaje
dudoso y cobarde que ya había dado numerosas muestras de su catadura moral y su
falta de integridad.
Objetivamente, la II República Española
llegó de modo totalmente fraudulento, irregular e ilegítimo, por lo que no
puede extrañar cómo acabó. Como afirma el hispanista estadounidense Stanley
Payne (uno de los más ecuánimes especialistas en el tema) “en aquella España no
había buenos y malos, pues todos eran malos, y nadie, ni de un lado ni del
otro, tenía la menor idea de lo que significa ser demócrata”.
Carlosdelriego.
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