Decapitación de un soldado australiano
La II Guerra Mundial se hizo verdaderamente mundial en 1942. Aunque Japón había iniciado su imperialismo agresivo, racista y cruel cinco años, no fue hasta diciembre del 41cuando medio mundo declaró la guerra al otro. Desde Manchuria (noreste de China) hasta Malasia y las Filipinas, el Imperio del Sol Naciente perpetró las más escalofriantes atrocidades que se puedan imaginar, en algunos casos peores que lo ocurrido los campos de concentración nazis y soviéticos
Mucho se ha hablado y escrito sobre los crímenes de la Alemania nazi, y también acerca de los de los soviéticos y sus gulag, pero muy poco de las infinitas monstruosidades cometidas por Japón desde finales de los años treinta hasta su derrota total en 1945. Las estimaciones más aceptadas señalan que el ejército nipón, en su despiadada expansión por Asia, masacró a no menos de 23 millones de chinos y otros 30 millones entre birmanos, vietnamitas, indonesios, malayos, filipinos, camboyanos… A ello habría que añadir los cientos de miles de soldados aliados capturados, esclavizados y asesinados en aterradores crímenes de guerra. Lo sorprendente es que, 80 años después de las bombas atómicas y la rendición, aun hay quien ve a Japón como una víctima.
No se pueden olvidar salvajadas como las del Escuadrón 731, que llevó a cabo experimentos de todo tipo con personas, como sacar desnudo al preso en el frío de Siberia y echarle agua para congelarlo y luego cortarle fácilmente brazos y piernas, o inyectarle sangre de animal y todo tipo de gérmenes, e incluso hacer vivisecciones (abrirlo en canal) sin anestesia. Tampoco los abundantes casos de canibalismo, incluyendo las veces en que al desdichado se le cortaban trozos de carne de los muslos o las nalgas, las freían y, aun vivo, se las comían delante de él. ¡Y qué decir de lo que se conoce como Masacre de Nanking o Violación de Nanking!, donde no hubo límites para las barbaridades ejercidas por los japoneses (antes de leer sobre esto es preciso mentalizarse), como demuestran las muchas fotos que hicieron ellos mismos para demostrar su ‘valentía’. Y torturas, robos y saqueos, la prostitución forzada de miles de mujeres para ‘consuelo’ de la soldadesca… Famosos se hicieron los capitanes que hicieron una ‘competición’ en la que el objetivo era cortar cien cabezas con una katana de un solo tajo; hasta los periódicos se hicieron eco del torneo.
Todo ello contra las poblaciones asiáticas. Pero los soldados aliados capturados no lo tenían mejor. El australiano Russell Braddon estuvo cuatro años prisionero en varios campos de la jungla, y sobre ello escribió su ‘La isla desnuda’. En este libro se describe muy bien qué hacían los japoneses con los soldados enemigos capturados. En 1942 cayó en manos niponas Singapur, de donde se llevaron no menos de sesenta mil prisioneros. Con ellos formaron una larguísima fila para atravesar la jungla, a pleno sol, sin agua, sin comida, sin descanso; los utilizaban como detectores humanos de minas, y cuando se detenían a reposar los japoneses, a los prisioneros los ataban como una recua a pleno sol. Se cruzaron con algunas ambulancias de aliados, las cuales fueron atacadas y asesinados sus ocupantes, sanitarios y heridos. En una ocasión se toparon con una brigada ciclista japonesa, la cual se detuvo ante la cuerda de presos para insultar, escupir, dar de culatazos, de patadas y puñetazos, y para atravesar a unos cuantos desdichados (británicos, australianos, indios…) con sus bayonetas, sables o katanas. En otra ocasión se toparon con un anciano chino, al que prendieron fuego al pelo después de aporrearlo entre docenas de ‘valientes’, luego le echaron un caldero de agua hirviendo y finalmente gasolina…, todo ello acompañado por las incesantes y sonoras carcajadas de los soldados japoneses.
Después de unos 300 km por la selva, los metieron en vagones de ganado hasta Kuala Lumpur; fue un día y medio tan hacinados que tenían que estar de pie, sin comida ni agua y, dado que muchos tenían disentería, diarreas incontrolables. Al llegar, los habitantes de la ciudad los recibieron a patadas y salivazos, amenazado por los japoneses. Aun peor fue el desfile que hicieron flanqueados por cientos de picas coronadas con cabezas de chinos. Al llegar a la prisión (Pudu) los metieron, como a sardinas, en habitaciones vacías, donde permanecían días enteros, donde comían, dormían, hacían sus necesidades y morían. Los heridos eran rematados: varios testigos declararon cómo ametrallaron a 135, los atravesaron con sus espadas, los quemaron y sobre los restos pasó un tanque adelante y atrás varias veces. Los prisioneros convivían con serpientes muy venenosas, mosquitos como puños, piojos y moscas verdes sobrevolando y dándose atracones… El hedor debía ser mareante. Y lo de los piojos, insoportable; los desdichados descubrieron que la mejor manera de ‘lavar’ la ropa (no tenían agua) era colocar camisas, zapatos y pantalones cerca de los hormigueros, ya que las hormigas acababan con los parásitos. Y además de las palizas, siempre estaban la malaria, la disentería, las fiebres, las heridas sangrantes, las llagas supurantes, el hambre y la sed y la falta de cualquier medicina.
Cuando se los llevaron para construir un tren a través de la jungla el trato no mejoró. Al llegar se les dejó bien claro que conservarían la vida mientras trabajaran, y que cuando no fueran productivos serían fusilados. Muchos prisioneros, desesperados, cuando llegaba el tren se tiraban a los raíles, hasta el punto que a veces las ruedas patinaban; los buitres se daban grandes festines, puesto que al escuchar el silbato del tren se colocaban a la espera del banquete… Los cuerpos (cadáveres o moribundos) eran enterrados a poca profundidad, de modo que a la primera lluvia se iba la tierra y aparecían restos humanos por todas partes, que eran consumidos por los buitres (una vez derribaron uno de una pedrada y se lo comieron sin que lo vieran los nipones). Los heridos y enfermos (todos tenían llagas, úlceras, heridas, desnutrición, enfermedades tropicales) eran amontonados (literalmente) en covachas cercanas para que murieran.
La lista de masacres, atrocidades y monstruosidades que con toda ferocidad y satisfacción, con todo racismo y desprecio cometieron los ejércitos japoneses en Asia es interminable, y cada una más horrorosa que la anterior. Sorprende que aun haya quien sienta empatía por aquel ejército, por aquella nación que jaleaba la violencia. Ocurrió hace ochenta años.
CARLOS DEL RIEGO